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Publicación:27-07-2025
TEMA: #Agora
Un Quijote para Dulcinea
Olga de León G.
Acabáronse los caballeros andantes ha muchos siglos. Sabía esto muy bien y de memoria, cuando decidí enfrascarme en renovar la lectura de la gran novela de Cervantes, "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha". Que releyendo algunas de sus partes y capítulos, esperaba yo hallar alguna fórmula que mostrara dónde podía estar escondido o perdido por el mundo algún otro caballero, o tal vez dos o más, que aunque no tuviesen en su haber aventuras tan renombradas, como las de don Quijote, algunas tuviesen que bien hiciera valer una descripción de sus figuras y hazañas.
Mas, por mucho que busqué, nada encontré. Los hallé mentecatos o graciosos, pero no ingeniosos ni locos por sus atrevidas ideas.
Entonces, me dije: grande desgracia es que el mundo se haya quedado sin Cervantes y sin la esperanza de contar con un caballero armado o sin espada ni escudo, que desfaga enredos y enderece entuertos, aunque fuere con la pluma. Mas he aquí, que a mis sueños vinieron más de una Aldonza del Toboso, así fue como pensé que no había buscado bien a caballeros semejantes al Quijote.
Por lo que dispuesta a dormir más tiempo, con tal de volver realidad alguno de esos sueños, fuime a la cama con la claridad del día y tápeme la cara con grueso paño, a fin de semejar la penumbra de la noche. Así, a fuer de determinación, los ojos se me fueron cerrando y la mente me llevó a los tiempos del Quijote; y pude verlo sufriendo los desplantes y burlas de los que engañados por su apariencia, lo confundieron con un loco.
El mundo ha sido siempre engañoso, y las virtudes y bondades confundidas con desprecios o menosprecios de los que nada saben de grandezas y desprendimientos o desintereses de lo mundano.
He aquí, que entre sueños, letargos e imaginarios reales o soñados, fui encontrando el hilo de lo que buscaba a través de lo vivido cuando moza, cuando por primera vez empezaba a leer la maravillosa novela de don Miguel, el Quijote, por más corto nombre de llamarla. Y, en esos ir y venir, de la realidad a la ficción y los sueños, vime cortejada -tiempo atrás- por algunos hombres muy jóvenes, un poco menos que yo, que me adornaban con sus palabras para convencerme de voltear mi mirada hacia ellos. Mas esta, que ahora pisa poco más de por la media de los setenta, cuando contaba con menos de veinte, por ahí de los quince o dieciséis era tan mustia y desentendida de los halagos masculinos (enseñanza aprendida de un padre que cuidaba mis andares), que ni oía ni veía nada.
Mas, al paso de unos pocos años, y otros tantos sueños de remembranzas, hallé en mis supuestos enamorados, posibles caballeros, no armados sino bien aprestados a cumplir con sus palabras, ante el menor indicio que yo les diera de que me importaban y ocupaban mi pensamiento. Cosa que me cuidé muy bien de no darles a entender, aunque para con uno de ellos, mi corazón se dolía un poco.
Y, así se me fueron los años, terminé de leer El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y continué con otras muchas lecturas interesantes, pero en cuanto a literarias, ninguna como la obra maestra de Cervantes. Hasta que descubrí a Juan Rulfo y a Edgar Allan Poe, maestros de la prosa cada uno en su lengua natal. Figuras ejemplares para los demás que tanteaban por el cuento y novela corta.
Nunca me propuse leer cien obras, "cliché" dentro de la jerga literaria; tampoco creo haberlas leído ni por equivocación... No sé cuántas obras haya leído, solo sé que han sido de lo mejor, algunas fantásticas y, varias de ellas, las he releído por mero placer lúdico, valga la ¡redundancia!
Pero, no importo yo aquí, ni como personaje, ni como autora ni lectora, solo he ofrecido mi participación para hacer creíble la propuesta: "Ya no existen los caballeros armados y andantes" ...ni los citadinos o sedentarios; ni existen las figuras ilustres que enamoren verdaderamente a las mujeres.
No puedo presumir de haber conquistado a un Quijote, por más que sus hijos y alguno que otro amigo así lo haya visto, en vida. O, a menos, me pregunto, que el propio Quijote, de haber vivido con alguna mujer o haber desposado a alguna, como la tal Aldonza de Lorenzo, perdiera por ello en la visión de hombre cotidiano y mundano marido, el toque y aires de héroe que endereza entuertos, y loco que lucha contra molinos de viento, creyéndolos gigantes... Entonces, me pregunto, si ya vuelto humano común: ¿acaso no sería lo normal que no fuera ni muy caballeroso ni amante ideal de las mujeres?
Entonces, y solo entonces, mi adorado amado -defensor de los pobres y los desposeídos de todo- también fue un caballero de ficción que perdía la cordura con solo ver y palpar una injusticia, aunque en la casa propia no fuera ni del todo justo ni siempre amable y amoroso: he aquí que no podemos saber si nuestro caballero andante fuese, de tener mujer e hijos, un héroe de dimensiones novelescas.
Lo que sí podemos concluir, es que ahora, en esta época moderna y contemporánea, los caballeros andantes a la usanza de Cervantes, definitivamente, están descontinuados.
El escalofrío de agosto
Carlos A. Ponzio de León
Al girar a la izquierda y observar la calle, le resultó sumamente familiar el orden de las casas, como si las hubiese visto previamente en un sueño fantástico. Parecían ordenadas alfabéticamente, o quizás, más bien, por colores, de claros a oscuros. Aquello no era un reduccionismo de sus sentimientos. Lo que inconscientemente le llamaba la atención era que, a lo lejos, alcanzó a ver a un niño caminando solo, por la banqueta, con su mochila escolástica sobre la espalda. Recordó los anaqueles con libros en su escuela, cuando él era estudiante de primaria, muchos años atrás, en tiempos del Michoacanazo, el cual dejó decenas de muertos y heridos a inicios del nuevo siglo. De pronto se le vino un sentimiento turbio en su corazón, que no era una salvaguarda de la emoción que estaba viviendo en ese momento. Trataba de hacer memoria, pero solo una nadería de recuerdos se le venían a la mente. Guardó silencio, respiró profundo y esperó hasta tranquilizarse. Continuó conduciendo, lentamente, por la calle.
Lo que no recordaba bien, era aquel incidente que había vivido a los siete años, cuando aún vivía con sus padres, antes del divorcio de ellos. Solía salir de la casa paterna a las siete de la mañana, para luego caminar cinco cuadras grandes hasta llegar a la escuela primaria. El mismo trayecto lo recorría de regreso, a la hora de la salida, la cual se anunciaba con un timbre de campana en su primaria. Momento cuando los niños se apresuraban a guardar sus útiles escolares en sus mochilas y salían despavoridos de regreso a casa. Ninguno hacía tiempo extra rondando los alrededores de la escuela, excepto si había alguna pelea entre algún par de alumnos, como a él mismo le tocó vivir en el quinto año de primaria. Se lio a golpes con otro niño que estudiaba karate, a quien no le habrían de servir sus lecciones de ataque y defensa personal para evitar la golpiza que nuestro chico le propinaría a su contrincante.
Pero fue tres años antes, un día cercano al verano, mientras cursaba el segundo año de primaria, que sucedió el trasfondo que lo tendría con ese sentimiento apretujado en el pecho, veinte años después, mientras transitaba aquella vieja calle que le había resultado familiar.
Sonó el timbre de la salida, pero él no regresó a su casa a tiempo. Su madre se alarmó cuando transcurrió media hora más de lo regular sin que el niño llegara. Tomó las llaves, salió de casa, abordó el carro y salió a buscarlo. Recorrió el mismo camino que el niño solía transitar a pie; pero no apareció, ni hubo indicios de la mochila, ni una prenda de vestir, nada. La madre comenzó a buscarlo por calles aledañas, por toda la colonia, incluso atravesó la avenida y transitó por el barrio de enfrente. Regresó a la escuela primaria. Buscó en los salones, en los baños, y la directora estuvo a punto de marcar a la policía, pero la madre lo evitó. Eran momentos de angustia, como si un tubo le atravesara la garganta a la madre. Salió de la escuela y visitó parques con juegos, tiendas donde vendían golosinas, las casas de los vecinos con los que su hijo jugaba por las tardes. Nadie sabía nada sobre su hijo, ni podían dar siquiera referencias sobre si lo habían visto salir de la escuela. Finalmente, llamó a la policía.
Dos patrullas se dieron a la tarea de encontrarlo. Algunos elementos buscaron en montes, otros acudieron a la casa de la familia con un perro que se daría a la tarea de olfatear ropa del niño. Otros policías buscaban a pie.
A las seis de la tarde, encontraron al chiquillo sentado en una banqueta, con su mochila. No tenía signos de haber sido lastimado. La policía lo interrogó, al igual que la madre: pero el muchachito no recordaba nada de lo que había sucedido. Su madre dio gracias a Dios por el hecho de que le hubiese devuelto a su hijo sano y salvo. Subieron a una patrulla y fueron llevados a casa. Hubo algunas preguntas adicionales de parte de la policía y posteriormente se cerró el caso.
El niño volvió a la escuela al día siguiente, con la consigna de regresar junto a un par de vecinos que vivían en la misma cuadra. Así fueron las cosas hasta que terminó el año escolar.
Y ahora, veinte años después, mientras conducía lentamente por esa calle a la que no estaba seguro bien, cómo había llegado, sintió un deseo enorme de alcanzar al niño que iba caminando delante, emparejarlo, bajar el vidrio de la ventana del copiloto y ofrecerle un dulce al chiquillo para invitarlo a que subiera al auto.
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