Opinión Editorial
León XIV
Publicación:12-05-2025
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En sus Confesiones, San Agustín nos muestra la desnudez de un alma que busca sentido en medio del caos.
En sus Confesiones, San Agustín nos muestra la desnudez de un alma que busca sentido en medio del caos. Nos habla de sus dudas y de sus caídas, así como de una voz interna que nunca lo abandonó. Esa voz que lo llamaba desde lo profundo de su conciencia, desde un lugar en donde no cabía el ruido del mundo, pero sí el eco de una verdad más honda.
La transformación de Agustín de Hipona no fue inmediata ni sin dolor. Su viaje representa una metáfora del tiempo presente, en el cual millones de personas buscan un sentido más allá del individualismo y el consumo.
Así como él fue capaz de dejar atrás su vida anterior para entregarse a un llamado mayor, hoy la Iglesia católica —y quizá buena parte del mundo— se encuentra en esa misma encrucijada.
Precisamente en ese cruce de caminos emerge la figura del papa León XIV. Su nombre, en sí mismo, es una declaración de principios. Un gesto con historia, con profundidad simbólica.
Su elección no es casual, ni responde solo a una necesidad institucional. Es una respuesta a la urgencia de renovar el lenguaje, el mensaje y el compromiso de una institución que sigue teniendo bastante influencia global. La Iglesia, guste o no, sigue siendo un actor político, cultural y social con presencia en todos los rincones del planeta.
En su primer encuentro con los cardenales, León XIV explicó que la elección de su nombre fue un homenaje directo a León XIII, aquel pontífice que, en plena Revolución Industrial, supo entender los dolores de su tiempo y responder con la encíclica Rerum novarum, un documento que puso las bases de la doctrina social de la Iglesia y atendió el clamor obrero frente al capital.
Hoy, más de un siglo después, León XIV enfrenta otra revolución: la digital, la de la inteligencia artificial, la del trabajo precarizado, la de la soledad hiperconectada, la del cambio climático y del desplazamiento forzado.
El mundo arde en guerras, en migraciones masivas, en crisis económicas y existenciales. Y el papa, al asumir esta misión, se convierte —o debería convertirse— en un referente ético capaz de ponerle rostro humano a problemas que muchos quieren reducir a datos o algoritmos.
Somos un país con una profunda raíz católica, pero también con una creciente pluralidad espiritual y política. La fe sigue siendo un componente central de nuestra cultura, como lo es también la justicia social, la transformación, la equidad y el respeto a los derechos humanos.
Por eso es relevante el gesto de León XIV: porque pone sobre la mesa una agenda que nos concierne a todas y todos. No desde el púlpito, sino desde el diálogo. No desde el dogma, sino desde la escucha.
El papa León XIV hereda un legado complejo: la reforma iniciada por Francisco, que abrió puertas a una Iglesia menos autoritaria, más sensible a las personas excluidas, a los pueblos originarios, al medio ambiente.
El reto es mayúsculo: ¿cómo hablarles a las juventudes que ya no se sienten interpeladas por las instituciones? ¿Cómo acompañar a las víctimas de las guerras, de la violencia y de los abusos?
¿Cómo dialogar con los avances científicos sin caer en el oscurantismo ni en el relativismo? ¿Cómo mantener la fe como una propuesta de sentido y no como una imposición moral?
En un mundo polarizado, donde se desconfía del otro, la figura del papa León XIV puede ser una brújula. No como salvador, sino como alguien que se atreva a mirar de frente y con valentía a la complejidad. Su tarea será tanto predicar como escuchar.
En México miramos con interés este nuevo capítulo en la historia de la Santa Sede. León XIV tiene ahora la palabra, y el mundo, con todas sus heridas, la necesidad urgente de escucharla. ¿Estará a la altura? Todo indica que sí. Y si no, la historia también sabrá pedirle cuentas.
ricardomonreala@yahoo.com.mx
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