Opinión Editorial
Teuchitlán y la maldad contemporánea
Publicación:17-03-2025
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Para los tapatíos, Teuchitlán es un lugar de descanso; se puede ir el fin de semana y alejarse del ajetreo de la gran ciudad.
Para los tapatíos, Teuchitlán es un lugar de descanso; se puede ir el fin de semana y alejarse del ajetreo de la gran ciudad. Un viaje desde Guadalajara, en vehículo motorizado toma menos de una hora; es, sin duda, realmente un lugar muy tranquilo. Desafortunadamente, como la mayoría de los pueblos y comunidades de Jalisco, es un municipio controlado totalmente por el Gran Cártel que domina esa entidad federativa.
Sus calles son silenciosas; difícilmente se ve algún peatón o habitante que deambule por ellas. Toda la gente está resguardada en sus casas, hay poca actividad comercial y es difícil encontrar una tienda abierta. Hacia el sur del municipio terminan los caminos pavimentados e inician los caminos de tierra. Hay que adentrarse en estos para llegar al rancho Izaguirre.
Este se ha convertido en un símbolo macabro de la violencia desatada por el Gran Cártel. El 5 de marzo de 2025, el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco, guiado por una llamada anónima, irrumpió en este predio de casi 10 hectáreas para descubrir un campo de exterminio que recuerda los horrores de Auschwitz. Tres hornos crematorios clandestinos, restos óseos calcinados, más de 400 pares de zapatos, ropa, mochilas, identificaciones y una carta de despedida firmada por Eduardo Lerma Nito, un joven desaparecido, pintan un cuadro devastador. Este no era solo un lugar de muerte, sino también un centro de adiestramiento donde jóvenes, engañados con promesas de trabajo o reclutados a la fuerza, eran obligados a demostrar su valía o perecer en el intento. Las autoridades locales y estatales, que ya habían intervenido el lugar en septiembre de 2024 sin reportar estos hallazgos, parecen haber sido cómplices por omisión o protección directa, dejando que el Gran Cártel operara con impunidad.
El rancho Izaguirre no es un caso aislado, sino un reflejo de la crisis de desapariciones en México, con más de 110 mil personas no localizadas desde 2006 y Jalisco como epicentro, con cerca de 15 mil casos. Los testimonios de sobrevivientes describen un sistema escalofriante: jóvenes llevados al rancho bajo engaños, despojados de sus pertenencias, entrenados brutalmente y, si fallaban, asesinados y reducidos a cenizas. Los paralelos con los campos de concentración nazi no son exagerados: la sistematicidad, la deshumanización y la infraestructura diseñada para borrar toda evidencia de vida son ecos de una maldad que trasciende fronteras y épocas. Pero, ¿qué impulsa esta crueldad? ¿Es la maldad una fuerza inherente al ser humano? Para responder, echaré mano de mi formación como filósofo universitario; es solo un ensayo incipiente para reflexionar sobre este tema de violencia cruda y bárbara que realmente nos estremece.
La historia bíblica de Caín y Abel establece un arquetipo fundacional: el primer asesinato, motivado por la envidia y el resentimiento. Caín, al matar a su hermano, no solo comete un acto de violencia, sino que inaugura la lucha interna del hombre contra sí mismo y contra el otro. Este relato, más allá de su carga religiosa, plantea una pregunta clave: ¿es la maldad un sino inevitable?
En la Grecia clásica, Sócrates veía la maldad como ignorancia: nadie hace el mal a sabiendas, sino por falta de conocimiento del bien. Platón, en La República, la asociaba al desequilibrio del alma, donde las pasiones dominan la razón. Aristóteles, más pragmático, la vinculaba a la falta de virtud, un fallo en alcanzar el "justo medio". Para los griegos, la maldad no era una esencia, sino una desviación corregible mediante la educación y la ética.
La filosofía cristiana medieval reinterpretó estas ideas bajo la luz de la fe. San Agustín, profundamente influido por el pecado original, veía la maldad como una privación del bien, un giro del alma hacia el egoísmo y lejos de Dios. En Confesiones, describe su propia lucha interna, sugiriendo que la voluntad humana, corrompida, elige el mal libremente. Santo Tomás de Aquino, en cambio, adoptó una visión más optimista: la maldad es accidental, no sustancial, y el hombre, creado a imagen de Dios, tiende naturalmente al bien, aunque puede desviarse por error o debilidad.
Con la modernidad, la reflexión se seculariza. Descartes, en sus Meditaciones, atribuye el mal al mal uso de la libertad: el entendimiento finito del hombre lo lleva a errar. Spinoza, en la Ética, lo despoja de carga moral: el mal no existe en sí mismo, solo como percepción relativa a nuestros deseos y limitaciones. Kant, en La religión dentro de los límites de la mera razón, introduce el "mal radical": una inclinación innata a priorizar el interés propio sobre la ley moral, aunque superable mediante la razón y la voluntad.
El pesimismo irrumpe con Schopenhauer, quien en El mundo como voluntad y representación describe la vida como un ciclo de deseo insaciable y sufrimiento. La maldad es la expresión de la voluntad ciega que domina al hombre. Nietzsche, en Así habló Zaratustra, rechaza esta visión pasiva: la maldad no es un defecto, sino una afirmación de poder. El "superhombre" trasciende las nociones tradicionales de bien y mal, abrazando la vida en su totalidad, incluso en sus aspectos destructivos.
Freud introduce el psicoanálisis y, con él, la idea del inconsciente como fuente de impulsos oscuros. En El malestar en la cultura, sugiere que la civilización reprime instintos agresivos, pero estos emergen inevitablemente. Lacan, reinterpretando a Freud, ve el mal en el "goce", un placer autodestructivo que escapa al control simbólico. Filósofos del siglo XX como Hannah Arendt, con su concepto de la "banalidad del mal", muestran cómo actos atroces pueden surgir de la obediencia irreflexiva, no de una malicia intrínseca, mientras que Zygmunt Bauman, en Modernidad y Holocausto, señala cómo la burocracia moderna amplifica la capacidad humana para el horror.
El rancho Izaguirre encarna estas reflexiones. ¿Es el Gran Cártel un producto de la ignorancia socrática, del desorden platónico, del pecado agustiniano o del mal radical kantiano? ¿Es la voluntad de poder nietzscheana o el goce lacaniano de quienes incineran vidas? La complicidad de las autoridades sugiere la banalidad del mal de Arendt: un sistema que normaliza el horror por inacción o conveniencia. La magnitud del crimen apunta a Bauman: una maquinaria eficiente de exterminio que solo la modernidad, con su tecnología y organización, permite escalar.
¿Podemos erradicar la maldad? La historia filosófica no ofrece consenso. Si la maldad es ignorancia, como creía Sócrates, la educación podría erradicarla. Si es una privación del bien, como dijo Agustín, la redención espiritual sería la clave. Si es una elección, como propuso Kant, la ética personal podría contenerla. Pero si Nietzsche y Freud tienen razón, la maldad es inseparable de la condición humana: un impulso creativo y destructivo a la vez. Teuchitlán nos confronta con esta ambigüedad. La lucha de colectivos como Guerreros Buscadores muestra que el bien persiste, pero la impunidad y la violencia sugieren que el mal se adapta y prospera.
Erradicar la maldad parece utópico. No hay evidencia de que la humanidad pueda extirparla sin alterar su esencia: la libertad de elegir, incluso el mal. Sin embargo, reducir su impacto es posible. Exige un Estado que no proteja a los perpetradores, una sociedad que no tolere la indiferencia y un reconocimiento colectivo de nuestra capacidad para el horror. El rancho Izaguirre no es solo un cementerio clandestino; es un espejo contemporáneo que refleja la dimensión del mal en el ser humano sin tapujos.
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