Cultural Más Cultural
Jesucristo, el Príncipe de los reyes de la tierra

Publicación:22-11-2025
TEMA: #Religión
En este Domingo XXXIV del tiempo ordinario, último domingo del año litúrgico, celebra la Iglesia la Solemnidad de «Jesucristo Rey del Universo»
En este Domingo XXXIV del tiempo ordinario, último domingo del año litúrgico, celebra la Iglesia la Solemnidad de «Jesucristo Rey del Universo». El fiel que ha seguido a Jesucristo domingo a domingo y ha contemplado su vida y su enseñanza entiende por qué se aplica a Él, y sólo a Él, este título y por qué conviene celebrarlo como coronación del año litúrgico.
El Evangelio que nos presenta la liturgia para esta Solemnidad, a saber, el de la escena de la crucifixión de Jesús según San Lucas, parece el menos apropiado para celebrar a Jesucristo como Rey. Y, sin embargo, a los ojos de la fe no hay otro más apropiado, como veremos.
Jesús dejó el seno de su Padre y se encarnó en el seno virginal de María y nació de ella para llegar a ese momento culminante. Comenzó su vida pública anunciando el Evangelio en las sinagogas de la Galilea, hasta que llegó el momento de emprender el viaje a Jerusalén: «Como se iban cumpliendo los días de su asunción, Él fijó el rostro para ir a Jerusalén» (Lc 9,51). Sabe bien a lo que va y, cuando tratan de disuadirlo, dice: «Conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13,33). Ya en la Ciudad Santa y condenado a la crucifixión le queda aún otro trecho para llegar a la meta, que recorre en medio de dos malhechores condenados a la misma pena, «seguido por una gran multitud del pueblo y de mujeres que se dolían y se lamentaban por Él» (Lc 23,27); hasta que, «llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda» (Lc 23,33). Jesús ha llegado al punto anhelado, sobre el cual había declarado: «Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12,50).
Es el amor a su Padre y a la humanidad lo que llevó a Jesús hasta ese punto y, por eso, ora por sus verdugos y los disculpa, diciendo: «Padre, perdonalos, porque no saben lo que hacen». No saben que han condenado como un malhechor al Bien-hechor, al que ha obtenido para el ser humano el Bien supremo, a saber, el perdón de sus pecados y la filiación divina. Restaura así el plan divino original, el que tenía Dios antes de la creación del universo, que se vio perturbado por el pecado: Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuesemos santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiendonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad» (cf. Efesios 1,4-5). Con su muerte en la cruz Jesucristo obtiene el perdón de Dios, no sólo para quienes allí lo crucificaron, sino para toda la humanidad, «por cuanto todos pecaron» (cf. Rom 5,12).
En esa escena de la crucifixión hay varios actores. El primero de ellos es todo el pueblo: «El pueblo estaba mirando». Es una mirada no comprometida, que ignora el sentido de lo que observa. Los jefes del pueblo, en cambio, toman partido contra Jesús, adoptando la ironía: «Se reían diciendo: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo si Él es el Cristo (Ungido) de Dios, el Elegido"». Reconocen lo innegable, a saber, que Jesús ha hecho milagros, incluso que ha resucitado a muertos (cf. Lc 4,38-40; 5,12-13.24-26; 7,14-16; 8,53-55); pero no creen que Él sea «el Cristo de Dios, el Elegido». No creen lo que confiesa sobre Él Pedro, en representación de los Doce: «Tú eres el Cristo de Dios» (Lc 9,20), ni a la voz de Dios que declara en la Transfiguración: «Este es mi Hijo, el Elegido; escuchenlo» (Lc 9,35). Otro grupo son los soldados romanos, que nada saben sobre Jesús excepto la inscripción que han puesto sobre su cabeza: «Este es el Rey de los judíos», y viendo el estado al que ha sido reducido, se burlan de Él diciendole: «Si Tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!». Según los distintos grupos, se pasa de la perplejidad a la risa irónica y a la abierta burla.
Pero faltan los dos actores principales, los que han recorrido el mismo camino al Calvario con Jesús y han sido crucificados junto con Él. Uno de ellos «blasfemaba contra Él, diciendo: "¿No eres Tú el Cristo? ¡Salvate a ti mismo y a nosotros!"». Este hombre no cree que Jesús sea el Cristo, porque en su concepto el Cristo debe heredar el trono de David su padre y reinar sobre Israel. Nada más alejado de la idea que tenía Israel sobre el Cristo que la muerte en la cruz. Es la idea que tenían también Pedro y los demás apóstoles, que nunca entendieron los anuncios de Jesús sobre su pasión, muerte y resurrección, de manera que, una vez resucitado, debe explicarles, primero a los discípulos de Emaús y luego a todos: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día» (cf. Lc 24,26.46).
Finalmente, nos centramos en el otro de los malhechores. Sin saberlo, éste cumple las instrucciones dadas por Jesús para este caso: «Si tu hermano peca, reprendelo» (cf. Mt 18,15). Él reprendió a su hermano de infortunio, diciendole: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros, con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, Éste nada malo ha hecho». El evangelista califica de «blasfemia» la invectiva contra Jesús del otro crucificado. Por eso, éste lo reprende por su falta de «temor de Dios». Lo invita a reconocer que ellos merecían esa condena por los crímenes cometidos y lo exhorta al temor de Dios, en la certeza de que «la misericordia de Dios de generación en generación para quienes lo temen» (cf. Sal 103,17; Lc 1,50). ¿Surtió efecto esta reprensión?
Este crucificado -mal llamado «buen ladrón»- agrega un impactante acto de fe en Jesús: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu Reino». El reconocimiento de sus crímenes, la defensa de la inocencia de Jesús y la confesión de su fe en Él como el Cristo hijo de David y, por tanto, Rey, le obtienen de Jesús esta promesa: «En verdad (amén) te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Los cuatro Evangelios fueron escritos en griego; pero conservan la palabra hebrea «amén», que significa: «Esto es de una firmeza inamovible», cuando es usada por Jesús. Se encuentra en Marcos 12 veces, en Mateo 30 veces, en Lucas 6 veces y en Juan 25 veces (redoblada: «Amén, amén les digo»). En general, Jesús la usa dirigida a todos: «En verdad les digo» y sólo dos veces en interés de un particular: a Pedro, para predecir sus negaciones (cf. Mt 26,34; Mc 14,30; Jn 13,38), y al buen ladrón para prometerle el paraíso: «En verdad te digo: "Hoy estarás conmigo en el paraíso"». Es la promesa de quien tiene poder para cumplirla.
Cuando Jesús resucitó y vino sobre los apóstoles el Espíritu Santo, ellos comprendieron que la muerte de Jesús fue el acto de amor supremo -no hay amor más grande que dar la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13)-, que dio a Dios la gloria que le es debida y obtuvo la redención del género humano. Entonces alabaron a «Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra, el que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (cf. Apocalipsis 1,4-6). Entendemos, entonces, por qué el Evangelio de la crucifixión de Jesús es el más apropiado para celebrarlo a Él como Rey del Universo.
Los dos malhechores crucificados con Él estaban aún vivos cuando Jesús murió (Jn 19,32-33). Ambos fueron testigos del acto que atrajo sobre el mundo todas las gracias. Podemos suponer que, al ver la entrega de la vida por parte de Jesús, el primer malhechor escuchó la reprensión de su compañero, depuso su actitud y también él alcanzó la salvación. Si es así, esa oportuna reprensión tuvo el efecto esperado: «Si tu hermano te escucha, habrás ganado a tu hermano» (cf. Mt 18,15).
« Felipe Bacarreza Rodríguez »






