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La búsqueda y el desencanto

La búsqueda y el desencanto


Publicación:14-04-2024
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El fundamento del teatro griego no es la culpa

Tres dramones de telenovela

Carlos A. Ponzio de León

Había dos telenovelas en el horario estelar de la noche. Una comenzaba a las nueve y la otra a las nueve treinta de la noche: Se llamaban "Cuna de lobos" y "El camino secreto". Yo contaba con doce años y no sé bien cómo me enganché con ellas. Durante la infancia me llamaba la atención la actuación. Había quedado prendido de las telenovelas mexicanas, por primera vez, a los once años, con "Vivir un poco". Creo que, por alguna casualidad, estuve frente al televisor cuando se transmitió su primer capítulo y de ahí en adelante, no me la perdí. Después de esa, vino el par de telenovelas que he mencionado y que me engarzaron, conflictuando una situación particular de mi vida.

A esa edad leía el drama griego de la antigüedad: Esquilo, Sófocles y Eurípides. También intenté seguir la trama de alguna comedia, pero francamente no me daba risa. La abandoné. Mi horóscopo decía que, en esta vida, tendría facilidad para las artes. Pero a esa edad, mi astucia no daba para distinguir el teatro griego de las telenovelas mexicanas, así es que reconozco que admiraba la actuación de Daniela Romo igual que la de Carlos Ancira, (como si Carlos Ancira tuviera la voz de Daniela Romo). 

¿El conflicto? Deseaba jugar fútbol americano en un equipo recién creado en la liga juvenil de la ciudad. Los entrenamientos eran de siete a nueve de la noche. Con el traslado a casa: no llegaba para encender el televisor a tiempo. Tenía que elegir.

Llevaba una ventaja como jugador en el equipo de americano. No iba a ser mi primera temporada en ese deporte; sino la segunda. Y como dice la canción de José Alfredo: Quizás... "no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar". Un año antes, había jugado con los Búfalos de la Primavera, como ala cerrada defensiva. Una posición que nunca disfruté porque no satisfacía mis sueños de grandeza: lo que hubiera sucedido si hubiese ocupado la posición de mariscal de campo. (Quitando la posibilidad terminar haciendo el ridículo en esa posición).

A los pocos meses de la primera temporada descubrí que, en ese nivel juvenil o infantil, las estrellas eran los corredores. Así es que para cuando llegué al entrenamiento de los Osos de la Sierra, el nuevo club (que conflictuaba con las telenovelas), sabía exactamente lo que tenía que hacer durante los entrenamientos para ser seleccionado como corredor: correr muy rápido. Me eligieron y conquisté la posición que deseaba.

El campo de entrenamiento se encontraba relativamente cerca de la casa paterna; pero no tenía quién me llevara y trajera en auto: debía caminar y regresaba hasta las 9:50 pm. Me perdía de lo que se proyectaba en la televisión. Además, estaba el tema de la crisis económica que tenía sin trabajo a mi padre. Cada vez que le recordaba que quería jugar durante esa temporada, su semblante perdía un poco de alegría.

Al final, me quedé en casa y disfruté del par de telenovelas. Las tres que llegué a ver en mi vida. Todas en esa época. Recuerdo el final de una de ellas: muy dramático; con una conclusión que dejaba abierto el regreso de la maldad a través del nieto de la villana. Sobre las otras dos, rememoro perfectamente las tramas, pero lamento decir que no recuerdo en qué terminan las historias. Para el año siguiente cumplí trece años y perdí mi interés en telenovelas. La vida también ofrece sus tragedias y comedias.

Con la edad, supe que la razón por la que no entendía... por la que no reía con la comedia de la antigua Grecia, es que algunas de esas obras hacen mofa de los políticos de aquel entonces. Se necesita entender el contexto político en el que fueron escritas para comprenderlas. Y algunas son insuperables. Otras, quizás pueden ser igualadas si se les alimenta de historias que uno encuentra en la antigua Roma, en Constantinopla... en fin, en tiempos posteriores a los de la Grecia clásica... O quizás, incluso, con historias contemporáneas.

El fundamento del teatro griego no es la culpa. Los antiguos griegos y sus divinidades reflejan una realidad: pero no es la de nuestro universo, porque aquí, solo los chicharrones de Dios truenan como el rayo de Zeus, padre de Dios. Por eso la fe griega terminó por perderse, a pesar de que el universo reflejado por la mitología y drama griegos son dolorosos. El premio por conocer, aceptar y adquirir las responsabilidades que conlleva lo que vino después, pasada la imitación romana, es deslumbrante. Es la promesa de Pablo y Jesús. Debe pagarse en moneda divina: no en dracmas, ni denarios. En resignación, luto terrenal y en el espíritu vital. En gozo, sueño y humildad.

Monarquía o Democracia

Olga de León G.

En un extraño y apartado lugar, había un enorme y bello palacio que reinaba en ese espeso bosque y sobresalía de entre su espesura y verdor. Pareciera que dominaba el horizonte por algún mandato divino o designio de magos, hechiceros, duendes y ángeles divinos.

Quienes en él habitaban, jamás habían salido y, por tanto, no conocían el mundo ni sus colindancias. Si bien he de deciros que ninguna otra construcción mayor ni menor, había cerca del palacio, por lo menos, no antes de mil millas a la redonda.

La joven hija de los dueños del palacio y reyes de la Comarca anhelaba salir. Y, se preguntaba: ¿Algún día saldré de Palacio? ¿Qué será lo que hay detrás de la muralla que rodea al palacio? ¿Todo será como me lo relata mi madre o la abuela, en sus cuentos?

Así fue como una noche, mientras todos dormían, y solo se escuchaba el sonido del silencio, interrumpido por la alaraca de las chicharras, la princesita ya vestida con ropas sencillas, bajo las sábanas, se levantó y ayudada por su fiel dama de compañía salió sigilosa y con el plan trasado anticipadamente, sobre qué decir a los guarias de la entrada del palacio.

No fue necesario dar ninguna explicación, pues los guardias no la reconocieron y creyendo que era una más de las mujeres al servicio de la familia real, dejaron salir a ambas.

Afuera, las esperaba un carruaje, guiado por el esposo de la dama de compañía. Solo ambos, la pareja, sabía de esta escapada, y también sabían a dónde llevarla para que viera de cerca la vida de la gente común.

Le mostraron los barrios más tranquilos y menos pobres, donde habitaban entre otros trabajadores, ellos mismos. A la joven princesa le parecieron casitas pequeñas, pero arregladas y limpias. Luego pasaron por la plaza principal y la iglesia. La joven nunca había estado en otra iglesia que la del palacio. Quiso entrar, pero la mujer que estaba a su servicio y su esposo, opinaron que más tarde, cuando fueran de regreso.

Habían salido del palacio, no muy tarde, a las ocho de la noche, hora en que la princesa iba a dormir, para levantarse a las siete de la mañana y pasar al comedor a desayunar a las nueve. De modo que tendrían 4 horas para regresar antes de las doce de la media noche.

 Siguieron mostrándole el pueblo y los lugares públicos donde ellos pasaban sus domingos. Hasta que la princesa le pidió al chofer del carruaje que parara y le preguntó: puedo hablar con alguna gente, quiero saber cómo se sienten y si son felices con lo que tienen.

Joaquín, como se llamaba el chofer, volteó hacia atrás y mirando a su mujer, le preguntó qué opinaba ella de esa petición. Idalia le contestó que estaba bien, que el propósito de su salida era conocer de cerca la vida de ellos; pero que sería mejor si la bajaban cuando estuvieran en un barrio más humilde. "Y, ¿no crees que sería peligroso para la princesa? -No, porque nadie sabrá quién es".

Fueron hasta las Barrancas de la Muerte, comunidad de hombres, mujeres y niños casi en la miseria.

La princesa quedó impactada con el espectáculo: gente de todas las edades hurgando en los basureros y separando en bolsas que llevaban, algunos víveres y en otras, ropa rota y sucia; y objetos de toda clase, desde algún plato o contenedor de alimentos hasta muebles inservibles, rotos o muy viejos. 

La princesa no quiso bajar a preguntarles nada a esa pobre gente, ella podía comprender que no eran felices, que quizás nunca lo habían sido, ni lo serían jamás.

Cuando quisieron regresar al palacio, la princesa les dijo que quería quedarse hasta ver su amanecer allí y a la gente ir a sus trabajos.

A eso de las cuatro de la mañana, las chozas y casitas más humildes encendieron sus lámparas, pues era hora de ir a la labor: la pisca del maíz que ya debía recogerse. Y, como si fuera una gran comunidad de hormiguitas trabajadoras, todos iban cantando, bromeando y riendo, mientras llegaban a su lugar de trabajo.  

Más que sorprendida del espectáculo, quedó impactada la princesita, pues, al fin creyó encontrar gente feliz que disfrutaba de lo que hacía. Idea que no le duró mucho, cuando supo que trabajaban más de catorce horas, expuestos a las inclemencias del clima y a la natural fatiga.

Cerca de las seis de la mañana, triste y desolada por haber visto de cerca el sufrimiento y modo de vida de los que un día serían sus súbditos, pidió regresar al palacio, pasando antes por la iglesia principal y entrando para rezar y confesarse ante el párroco.

No pudo hacerlo, pero, la confesión silenciosa ante sí misma fue suficiente. Salió una princesa niña inocente de palacio, y regresó una joven mujer que algún día, llegada su hora, sería motor de cambio.

Ya cerca del ocaso de la monarquía, estertores de una democracia tampoco muy pura ni muy libertaria, resonaban en distintas partes.

 



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