Opinión Editorial
Remodelación
Publicación:03-11-2025
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Kafka no escribió sobre México, pero el retrato de un sistema judicial que opera sin lógica visible.
Kafka no escribió sobre México, pero el retrato de un sistema judicial que opera sin lógica visible y sin posibilidad de defensa que hizo en el proceso adquiere especial relevancia en nuestro contexto actual. Y es que, durante décadas, el Poder Judicial fue percibido como una élite cerrada, ajena a las necesidades del pueblo, y el acceso a la justicia dependía más del apellido o del despacho que de la ley misma.
En ese sentido, la reforma judicial impulsada por la presidenta Claudia Sheinbaum y aprobada por el Congreso no solo buscó modificar estructuras, sino abrir las puertas de un edificio que durante años permaneció blindado para la mayoría.
No obstante, el riesgo de caer en una "kafkianización" de la justicia sigue latente. Si el nuevo modelo reproduce las mismas prácticas burocráticas, si la elección popular de juezas y jueces no se acompaña de mecanismos claros de evaluación, formación y ética judicial, entonces la ciudadanía seguirá siendo como Josef K., es decir, ese personaje que busca justicia y solamente encuentra trámites y desesperanza.
En ese sentido, la implementación de la reforma judicial 2024-2025 nos coloca frente a una disyuntiva histórica: ¿estamos ante una auténtica transformación del Poder Judicial o solo ante una remodelación que cambia la fachada sin tocar los cimientos?
La elección popular de las y los ministros, magistrados y jueces es una de las herramientas más poderosas para legitimar al Poder Judicial ante la sociedad, pero también la más delicada de ejecutar. Si se convierte en una contienda mediática sin sustento técnico, corremos el riesgo de cambiar de inquilinos, pero no de prácticas.
La reforma judicial plantea objetivos claros: erradicar el nepotismo, abrir los procesos de selección, fortalecer la formación profesional y establecer mecanismos de evaluación transparentes. Suena sencillo en el papel, pero su ejecución exige disciplina institucional y vigilancia social. La Escuela Nacional Judicial, por ejemplo, puede convertirse en una herramienta fundamental para garantizar que las nuevas personas juzgadoras tengan conocimiento técnico y sensibilidad social.
Sin embargo, la transición no será inmediata ni estará exenta de tensiones. Los grupos que durante años se beneficiaron del viejo sistema no entregarán sus privilegios fácilmente. La resistencia puede venir de adentro, de los despachos que lucran con los amparos, de juezas y jueces que heredaron sus cargos, de los intereses que prefieren la opacidad y no la rendición de cuentas. De ahí que la reforma deba ser tanto jurídica como moral y cultural.
También se debe reconocer que toda transformación conlleva ajustes y aprendizajes. La reforma de 1994-1995 tomó años en consolidarse y, aun así, dejó huecos que hoy estamos intentando corregir. Esta nueva etapa no será distinta: requerirá madurez institucional, autocrítica y constancia.
Si hay voluntad política, y si la sociedad acompaña este proceso con vigilancia y participación, la transformación será duradera. Pero si las viejas prácticas regresan con nuevos nombres, si los concursos se vuelven simulaciones o si el Poder Judicial continúa encerrado en su propio laberinto, entonces habrá cambiado de pintura sin tocar los muros de fondo.
El país necesita un Poder Judicial que mire a los ojos a las víctimas, que proteja a los inocentes y sancione a los poderosos sin miedo ni favoritismo. Una justicia que no dependa del dinero ni de la fama, sino de la verdad. La presidenta dejó claro que no es venganza ni control, es equilibrio y legitimidad; distinción vital para no repetir errores pasados.
La reforma es una oportunidad para reconciliar a México con su justicia. Es un proceso que comienza y que será medido por su capacidad de transformar la vida cotidiana de la gente: que un trabajador gane un juicio laboral sin hipotecar su casa o que una mujer víctima de violencia encuentre protección sin esperar años.
México tiene la posibilidad histórica de cerrar un capítulo amargo. Pero el riesgo de volver a la pesadilla kafkiana siempre está ahí. Por eso, más que una reforma, debe ser una reconstrucción moral. No basta con remodelar el edificio, hay que cambiar el aire que se respira dentro y, en ese proceso, todas y todos tenemos una responsabilidad compartida.
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