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¡Es verdad! ¡El Señor resucitó y se apareció a Simón!

Publicación:20-04-2025
TEMA: #Religión
Jesús fue sepultado apresuradamente el viernes antes del sábado de Pascua en un sepulcro provisional, sin que sus discípulos comprendieran plenamente.
El cuerpo sin vida de Jesús fue bajado de la cruz con prisa antes de que comenzara el sábado en que se celebraba la Pascua de los judíos, es decir, al caer la tarde del día anterior. Y fue depositado provisoriamente en un sepulcro nuevo, provisto para la emergencia por José de Arimatea, dado que sus discípulos no estaban preparados para enfrentar la muerte de su Maestro y Señor (cf. Lc 23,50-54). Recordemos que, seis días antes de la Pascua, se celebró en Betania un banquete en el cual Jesús era el homenajeado: «Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania... Le dieron allí una cena...» (cf. Jn 12,1.2). Nadie sospechaba, a pesar de los continuos anuncios de su muerte, que, seis días después, esos anuncios estarían cumplidos. Tampoco entendieron la recomendación de Jesús acerca del precioso ungüento con que María de Betania ungió sus pies durante esa cena: «Dejala, que lo guarde para el día de mi sepultura» (Jn 12,7). Fue necesario entonces dejar el cuerpo de Jesús esa tarde del viernes en el sepulcro y esperar que pasara el sábado para continuar, ya el primer día de la semana, con los demás servicios fúnebres: «El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado».
Ningún evento de la vida de Jesús está fijado en el tiempo con más precisión que el de su Resurrección. Por eso, el Evangelio de este día, en que todo el mundo cristiano celebra ese evento, comienza con estas palabras: «El primer día de la semana...». A causa de este evento los discípulos de Cristo celebramos el primer día de la semana -no ya el séptimo- como Día del Señor, «Dominica dies» = Domingo. Nada habría sido suficiente motivo para que los discípulos de Jesús, que eran todos judíos observantes, cambiaran el «Día del Señor», del séptimo al primero, excepto la Resurrección de Jesús. Su triunfo sobre la muerte es la prueba de que el pecado, que introdujo la muerte en el mundo, había sido expiado. Lo dice claramente San Pablo: «Si Cristo no resucitó, vana es la fe de ustedes y ustedes están todavía en sus pecados» (cf. 1Cor 15,17).
Las mujeres van, entonces, a embalsamar el cuerpo de Jesús «muy de mañana», antes de que alguien se les adelante, para terminar así de sepultarlo en la muerte. Pero, su primera sorpresa es verificar que, a pesar de su premura, alguien se les adelantó: «Encontraron la piedra rodada del sepulcro». Más aun: «Habiendo entrado no encontraron el cuerpo del Señor Jesús». Su reacción fue la perplejidad; no sabían cómo interpretar este hecho. Tampoco nosotros sabemos cómo lo interpretaron -probablemente, que alguien ya había trasladado el cuerpo de Jesús a un sepulcro definitivo-, pero lo que es claro es que, entre las posibilidades no estaba el pensar que Jesús hubiera resucitado. Por eso, los dos hombres con vestiduras resplandecientes que «en la perplejidad de ellas» se presentan allí, les preguntan, a modo de reproche: «¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí». Y declaran la verdadera razón de su ausencia de ese lugar de muertos: «¡Resucitó!».
El verbo usado para describir el hecho puede ser usado en modo transitivo o intransitivo. Es transitivo cuando la acción pasa de un sujeto a un objeto, por ejemplo: «Jesús llamó a Lázaro de la tumba y lo resucitó de entre los muertos» (cf. Jn 12,17). Es intransitivo, cuando la acción permanece en el mismo sujeto: «Jesús resucitó», como lo expresan esos dos hombres en ese momento. En ambos modos se predica la resurrección de Jesús; pero, cuando es en modo transitivo, el sujeto es siempre Dios y, en este caso, Lucas usa otro verbo, el verbo «anísthemi»: «A este Jesús... Dios lo resucitó» (cf. Hech 2,32). Jesús había afirmado su poder de resucitar por sí mismo: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17-18).
El evangelista nos da el nombre de algunas de esas mujeres «que habían venido con Jesús desde Galilea» (Lc 23,55): «María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas». Los dos hombres que se presentan allí les reprochan también no recordar lo que Jesús les había dicho: «Recuerden cómo les habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: "Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite"». Sabemos que Jesús había anunciado esto repetidamente a los Doce (cf. Lc 9,22; 18,33). Pero ahora se nos informa que también lo había dicho a esas mujeres: «Ellas recordaron sus palabras». Más aun, ellas fueron las primeras que recibieron el anuncio del hecho acontecido: «¡Resucitó!».
Debemos observar que entre esas mujeres venidas de Galilea hay una que estuvo hasta el final al pie de la cruz de Jesús y asistió a la deposición y ubicación de su cuerpo en el sepulcro; pero no va a embalsamar al que está vivo. Esa mujer en su madre, la Virgen María. Ella recordaba cada palabra de su Hijo y esperaba su resurrección al tercer día. Ella no es objeto de reproche alguno, porque ella -la única- creyó que su Hijo resucitaría al tercer día «como lo había dicho cuando estaba todavía en Galilea». Nosotros, ahora, debemos creer que su Hijo resucitó y que nosotros resucitamos con Él en el Bautismo (se entiende lo que hoy llamamos «Sacramentos de la iniciación cristiana», sobre todo, la Eucaristía, que el niño pequeño ya tiene «in voto» por el Bautismo); debemos creer que «si hemos muerto con Él, viviremos con Él» (cf. Rom 6,4-5.8; 2Tim 2,11)).
Regresando esas mujeres del sepulcro «anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás». Pero, «estas palabras les parecían a ellos como desatinos y no les creían». Tampoco ellos recordaban que Jesús lo había anunciado y merecerían todos el mismo reproche que hicieron los dos hombres a las mujeres en el sepulcro vacío. ¡Excepto uno! En efecto, «Pedro se levantó y corrió al sepulcro; se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, maravillado por lo sucedido». Lo que tiene es admiración, no incredulidad. Por eso, él puede confirmar a otros en la fe, habiendo recibido la garantía: «Lo que tú ates o desates en la tierra queda atado o desatado en el cielo» (cf. Mt 16,19). A él sí que los otros creyeron, como lo declaran más adelante: «¡Es verdad! ¡El Señor resucitó y se apareció a Simón!» (Lc 24,34).
« Felipe Bacarreza Rodríguez »