Opinión Editorial
Espectador atento
Publicación:19-02-2025
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Jorge Federico Osorio transitó, o, mejor dicho, se desplazó, como torbellino en estepa, por la evolución musical de Beethoven.
Hay una cita de José Enrique Rodó que siempre acude a mi mente cuando escucho música. Es un fragmento de su ensayo Ariel (1900). Un libro que sacudió las “buenas conciencias” de la juventud hispanoamericana: “Sed espectadores atentos allí donde no podáis ser actores”. El consejo era una advertencia ante el peligro del imparable avance de la educación especializada (promovida por el positivismo finisecular), que terminaba por “mutilar” el resto de nuestras facultades artísticas e intelectuales. No deja de sorprender que transcurrido un siglo las cosas sigan más o menos igual: cambiemos la palabra “especializada” por “tecnologizada” y el panorama se despejará. No es falta ser experto en algo, sino desconocer (y muchas veces menospreciar) todo lo demás.
No soy músico y estoy muy lejos del conocimiento básico de esa manifestación artística. Intento, sin embargo, ser un espectador atento. Las palabras de Rodó resonaron de nuevo en mi cabeza hace unos días, cuando, sumido en mi butaca del Teatro de la Ciudad, asistí a una de las veladas musicales que ofrecía la orquesta sinfónica de la UANL. Se trataba, para más señas, de los primeros tres conciertos para piano de Beethoven, ejecutados de manera magistral por Jorge Federico Osorio, el pianista invitado.
Osorio transitó, o, mejor dicho, se desplazó, como torbellino en estepa, por la evolución musical de Beethoven. Si lo pusiéramos en términos generales, algo que no me gusta mucho hacer, diría que asistimos a ese salto cuántico del clasicismo al romanticismo. Pero hay algo más en ello. No sólo la consagración de las emociones y el desafío de cruzar límites, sino la apuesta por una nueva racionalidad. Fue quizá Jorge Aguilar Mora quien mejor ha narrado esa metamorfosis en su titánico e inconcluso proyecto narrativo: la trilogía de ensayos Sueños de la razón, 1799 y 1800; Fantasmas de la luz y el caos, 1801 y 1802; y El verbo del deseo, 1803 y 1804. La gran aventura: el cambio de pensamiento. Al registrar, paso a paso, la gestación de esas ideas revolucionarias, Aguilar Mora nos legó el marco perfecto para colocar, como en cajón de resonancia, las notas del músico alemán: la exploración de nuestra propia condición humana. “Conocernos, comprendernos a nosotros mismos es un resultado banal, por inevitable, de la autoconciencia. Al final sólo descubrimos una tautología: somos el centro de la humanidad porque ésta no puede tener otro centro sino la reflexión de un individuo sobre sí mismo”, nos advertía el ensayista al comenzar su empresa.
En literatura esa época marca el tránsito de Las cuitas del joven Werther (1774), de Goethe a los Himnos de la noche (1800) de Novalis. La luz de la Ilustración se apagaba para dar entrada al reino de la oscuridad: “¿Qué es lo que, de repente, tan lleno de presagios, brota / en el fondo del corazón y sorbe la brisa suave de la melancolía? / ¿Te complaces también en nosotros, Noche obscura? / ¿Qué es lo que ocultas bajo tu manto, que, con fuerza invisible, toca mi alma? / Un bálsamo precioso destila de tu mano, / como de un haz de adormideras. / Por ti levantan el vuelo las pesadas alas del espíritu”.
Algo de sombrío hay en los conciertos para piano de Beethoven, pero esas sombras se mueven entre luces intensas y por instantes se iluminan las infinitas conexiones entre el arte y el conocimiento. La atención de los espectadores se vuelve arrobamiento, mientras el mundo gira alocadamente afuera del teatro, aquí, adentro, suena en el proscenio un piano, acompañado de una orquesta.
« Víctor Barrera Enderle »
