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La remembranza incierta

La remembranza incierta


Publicación:20-10-2025
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Se sabe por experiencia, que la oscuridad de la noche es el tapiz sobre el cual la luna se luce, con más o con menos estrellas

A dónde se va la luna cuando amanece

Olga de León

"De las lunas, la de octubre es más hermosa"; dice un dicho popular, y la voz del pueblo manda, cuando no hay quién más lo haga. Eso dijo un buen hombre que iba pasando a un lado de la cerca donde estaban sentados los alegres compadres de ese singular pueblo campirano.

Se sabe por experiencia, que la oscuridad de la noche es el tapiz sobre el cual la luna se luce, con más o con menos estrellas. Sin esa oscuridad la luna tampoco existiría. Ella es el faro que guía a los hombres del mar y a los de la tierra en medio de la oscuridad, amén de algunas constelaciones que nos indican el norte o sur; o el este u oeste de la ruta que deberemos seguir.

Cierta noche singular y única, casi sin nubes, o con pocos de esos suaves y claros algodones moviéndose en el firmamento, sin amenaza de lluvia ni truenos; pero, sí cuajada de estrellas y aerolitos cruzando el cielo de un lado para otro, una noche así de hermosa, vimos que de pronto la oscuridad se iluminó dando la bienvenida a una enorme, redonda y muy brillante luna que pareció nacer de entre las nubes que se movían a ritmo de vals, deslizándose pausadamente detrás de ellas, y haciéndolas a un lado.

Esa madrugada, con la luna casi desapareciendo del cielo, nació una niña que cautivó con sus ojos abiertos a propios, y al médico que la recibió. "Miren estos ojos, ni verdes ni azules ni cafés, una mezcla de colores que sonríen al que los ve", exclamó el médico, amigo de la familia, quien había acudido para ayudar a la madre en el parto. El mismo que estuvo a punto de retirarse, porque según él a la bebé aún le faltaba tiempo... Mas he aquí, que yendo a media cuadra, tuvieron que alcanzarlo, para decirle que ya estaba a punto de nacer. Y, así fue, con la luna desapareciendo, la bebita llegó a este mundo... Con gran avidez por devorarlo todo con solo una mirada de reojo a su alrededor, y otra de frente, para ver a quien la veía.

Los padres se llenaron de gozo, pues apenas cuatro meses antes, había muerto su primera hijita, de un año y ocho meses. Ellos anhelaban otra niña, aunque sabían que la que se les fue sería irremplazable. Un triste día, se fue la bella Betty, y otro, llegó la vivaracha y a la vez tranquila e inquieta, Goguis: la contradicción personificada en esa bebita.

Qué sencillo es hablar de una misma; y qué difícil, a la vez, no queriendo parecer ególatra ni presuntuosa. Pues, ni modo, ya lo hice; y aquí queda constancia del hecho. El pretexto fue la luna de Octubre, una de las más bellas del año, solo eso...

Y, ¿qué sucedió con los alegres compadres del inicio de este cuento? Pues resulta que se volvieron citadinos, para desperdicio del campo y beneficio de la metrópoli. Fueron los pioneros en la investigación sobre el firmamento y los hechizos de las lunas de todo el año. 

Entonces eran muy jóvenes, apenas si adolescentes, pero las lunas los cautivaron y aprendieron mucho de ellas y de sus abuelos, quienes les contaban historias que despertaron su interés por la observación del firmamento, al grado de hacer carrera en Astronomía. El pueblo les perdió la pista, hasta el día en que sus nombres aparecieron en revistas científicas. Cosas de la vida y del amor a la observación y la interrogación por lo que se ve y no se comprende, entonces, del todo.

Conozco amigas y tengo un hermano y sobrinos, nacidos en octubre, todos ellos brillantes e inteligentes, ¿será por el mes en el que nacieron?, ¿o por las lunas de octubre? Qué se yo... Solo soy una ocurrente que le gusta jugar a los pronósticos y las interrogantes y adivinanzas. Como esa de ¿A dónde se va la luna cuando amanece? ¿Alguien lo sabe? Yo, "solo sé que no sé nada", como dijera ese gran filósofo que fue Sócrates. Pero, puedo aventurarme a adivinar o acertar por mera casualidad, y si no... Pues me contradigo, que al fin y al cabo, amo la contradicción: "La luna se va a dormir, cuando amanece, cansada de velar toda la noche".

O, acaso, creían que iba a darles la respuesta verdadera y hacer una disertación científica: ¡Uy!, no. Qué aburrida luciría yo. Para eso, basta con leer un poco sobre el tema y sabrán la verdad aburrida, pero verdadera, de: ¿A dónde se va la luna cuando amanece? No se va, se queda dormida sin quererlo. O, como todos los genios, duerme de día... Insisto.

La fantástica ilusión

Carlos A. Ponzio de León

No había manera de conseguir ese libro en ninguna librería de Monterrey, ni tenía dinero para ordenarlo en alguna de ellas. Por aquellos tiempos no había internet y solo tenía una manera de obtener la copia que deseaba: robándola.

Salí caminando de la facultad por el área del estacionamiento. Subí un puente para cruzar Morones Prieto. Descendí del otro lado de la avenida y bajé por la escalera metálica hasta llegar al lecho del río seco: ocupado por una hilera de canchas de fútbol que se extendía por varios kilómetros de longitud. Caminé tres kilómetros hasta que encontré las escaleras que me permitieron subir del otro lado, por Avenida Constitución. Crucé el puente y me encontré finalmente en La Purísima. Caminé sobre la calle de Porfirio Díaz: una cuadra larga hasta llegar a la Biblioteca Benjamín Franklin, la del Consulado General Americano. Una biblioteca atendida por gente bilingüe. Me dirigí a la sección de poesía y busqué en los estantes: "Amapola y Memoria", de Paul Celan, traducido al español por Jesús Munárriz. Era un libro de pasta color verde claro, con el dibujo de un hombre en huesos tocando tambores con baquetas.

Regresé el libro al estante y salí de la fila de libreros para medir la situación. A diez metros de distancia había una mujer sentada en el kiosco central, hablando con un hombre que pedía informes. Regresé al librero. Tomé el poemario con una mano y con la otra levanté mi camisa; lo coloqué entre mi estómago y la cintura del pantalón; bajé la playera. Con lo delgado que era y lo holgado de la prenda, no se notaba lo que llevaba ahí. ¿Tenía etiqueta de radiofrecuencia? Recordé que en la puerta que daba hacia el Instituto de Relaciones Exteriores no había detectores.

Caminé hacia el kiosco y antes de llegar, doblé a la izquierda. La mujer de informes me sonrió. Empujé la puerta de vidrio y salí, victorioso, con el libro que deseaba tanto.

Caminé por Hidalgo hasta Pino Suárez. Entré a la plaza comercial y luego al café Martin´s. En el baño saqué mi nueva adquisición. Abrí un grifo y me lavé las manos. Luego salí y fui a pedir una mesa. El lugar estaba más o menos vacío. Me senté en un gabinete para cuatro. El restaurante estaba decorado con mesas de color café oscuro y asientos tapizados en piel sintética de color verde. Eran las tres veinte de la tarde y en cuestión de minutos llegaría el amigo con el que me iba a encontrar: otro estudiante de economía, fanático de la literatura quien también escribía poemas.

Trece minutos más tarde, con la mirada hundida en el poemario, sentí cuando llegó: "Hola", dijo mi compañero con una sonrisa, mientras tomaba asiento. "¿Lo conseguiste?", dijo sorprendido, llevando una mano a su boca. Supe, traduciendo su mirada, que deseaba ese libro que ahora era mío. "¿Me dejas hojearlo?". Lo coloqué en la mesa y lo deslicé para colocarlo frente a él. "Solo unos minutos", le dije. Miró rápidamente el índice. "¿Ya lo leíste?", me preguntó. "No todo".

Comenzó a leer un poema de La Arena de las Urnas, en voz alta. "Ese no es el poema más importante", le dije. "Escógeme uno", me dijo mientras colocaba el tomo frente a mí, de regreso.

Busqué en el índice: "La eternidad". Cerré el libro y se lo devolví. "Página 127", le advertí. Buscó rápidamente hasta encontrarlo. Leyó en silencio los siete versos. "Hay algo de este final que no me cuadra", me dijo al terminar. "¿Cómo dice?", le pregunté. Leyó: "fresca, como la amapola del olvido, la boca que la besa".

Guardé silencio unos momentos y le dije: "Ahí debería decir: fresca, como la amapola del despierto, la boca que la besa". Se quedó pensando un momento hasta que me dijo: "Ahora tiene sentido".

De esta manera, abro un sello del poema de Celan.

Probablemente pasamos doscientos cuarenta minutos en ese café: platicando sobre arte y poesía, teatro del absurdo y de la crueldad, epistemología del lenguaje. ¿El arte es capaz de construir la realidad? Estábamos convencidos de que así era. Luego, temas de economía: expectativas racionales, crecimiento endógeno y economía espiritual. Tomábamos café como alcohólicos de aquel líquido: un vicio más de juventud. 

Finalmente, pedimos la cuenta: veinticuatro pesos por dos cafés que las meseras reabastecían sin miramientos, no importaba que la mayoría de las veces, no tuviéramos para la propina: éramos estudiantes. Quizás las señoritas estaban convencidas de que algún día, cuando egresáramos de la carrera y tuviéramos trabajo, regresaríamos a devolverles el favor.

 

 



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