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El esquema final

Publicación:05-10-2025
TEMA: #Agora
Me encantaría planear, hacer uno o dos manuscritos borradores, y luego transcribir en el ordenador: me falta tiempo o, ¡paciencia!
El cuento que no quise escribir ayer
Olga de León G.
Seguramente, tampoco lo escribiré hoy. ¿Qué o sobre qué escribir? Es una pregunta recurrente, cada que me siento frente al ordenador de palabras con la intención de producir un buen texto. Un texto que interese, a quien lo lea, desde la primera línea. ¿Será eso posible? Durante dos o tres días pienso en ello; pero, muy pocas veces empiezo sabiendo de qué hablaré.
Si me esperara a saber qué tema, asunto o a qué incógnita responder sobre la página en blanco... bien poco sería lo que hasta hoy habría producido. Todo empieza por: sentarme decidida a escribir, ¿de qué?, ya se irá viendo sobre la marcha, en el correr de las letras que van brotando de oprimir algunas teclas. Y si mis dedos corren de prisa, no los detengo, ni siquiera para autocorregirme o revisar que esté escribiendo con pulcritud ortográfica, gramática ordenada y con sentido lógico. Eso lo veré al revisar el texto. Y, sin presunción ni falsa modestia, pocas son las correcciones que le hago a lo escrito, cuando salió de primera instancia, sin tropiezos. Será la experiencia alcanzada, o la suerte de dominar tales áreas, quizás.
Me encantaría planear, hacer uno o dos manuscritos borradores, y luego transcribir en el ordenador: me falta tiempo o, ¡paciencia! Solo espero que no salgan tan mal, que luego me arrepienta de no haber hecho varios borradores previos. Lo cierto es que sí reviso, siempre reviso lo que escribí, más de una vez, para que, finalmente, cuando ya lo veo publicado, y me releo: piense en lo que no hice y pude hacer para lograr un mejor escrito: es el talón de Aquiles, no sé si de todo escritor o solo de unos cuantos que tendemos a ser perfeccionistas. No sé. Y, ya me va importando menos saber o no, tales cosas.
El cuento que ayer no escribí hablaba de lo que más nos preocupa a la mayoría, de lo que no hemos llevado a cabo en nuestras vidas, por falta de tiempo, o por negligencia y designio equivocado de las preferencias.
Como cualquier ser humano común y corriente, me ocupo de pequeñas cosas que pudieran parecer insignificantes, a los ojos de muchos, pero que nadie más se ocuparía de ellas, si no lo hacemos nosotros: los que nos perdemos y perdemos parte valiosa de nuestro tiempo en hacerlo. Como asear rincones, ordenar cajones de ropa o de lápices y plumas, tarjetas y papeles diversos. Obviamente, este es el caso de quienes no tenemos ayuda suficiente en casa, ni de los que viven con nosotros (pues ellos sí discriminan, y no gastan mucho tiempo en lo que no es de su mayor interés). Tampoco de la persona a quien se le paga por un aseo general, un día a la semana; porque no podemos pagar más de uno dos días, y la ayudanta ya tiene ocupados todos los días de la semana, ni siquiera dos nos puede dedicar (a pesar de que somos los que mejor le pagamos), pues es honrada y responsable, y no abandona a quien con el que ya se comprometió tal o cual día. De suerte que los detalles son míos... y de nadie más... ¡Claro!, hasta que yo lo decida.
De modo que, el cuento de ayer seguirá en el tintero; algún día saldrá a la luz de la mañana de un domingo. Otro domingo, no el de esta ocasión. Hoy, solo seguiré mostrando, cómo escribo y cómo escriben -quizás- muchos más.
Siento, ahora sí, que la vida se me está yendo. Y, se me va sin escribir una novela. En esto, no sé si sea negligencia, o simple negación a escribir por escribir. Quisiera encontrar el hilo de la historia, nacional, local o, por qué no, mundial, con el cual tejer mi propia historia, que sé que tiene algunos puntos que se tocan íntimamente con los hechos vividos en su momento.
Y, cuando me surge alguna chispa motivadora, casi al mismo tiempo, me asalta una duda: con tantas buenas novelas escritas por grandes y medianos escritores, las cuales no han sido aún leídas completas, para qué me embarco en la tarea de escribir una más que quizás no correrá la misma buena suerte de que al menos alguien se interese en empezar a leerla.
Definitivamente, soy una perezosa. Luego, me contradigo, pues caigo en la cuenta de que casi tengo una novela vaciada en diversos cuentos que tienen ese hilo conductor que las hermana y une como un todo que ha sido separado en partes, a lo largo de casi veinte años de escribir cuentos y relatos.
El cuento que ayer no escribí, ya lo empecé aquí. Y me ocuparé de él con mayor claridad y precisión, quizás mañana. Por hoy, mis apreciables lectores, confío haberles dado algo fuera de lo común, entre mentiras y verdades, con estas líneas.
Historias en cadena
Carlos A. Ponzio de León
Tocaron a la puerta. La señora Ruth escuchó voces de niños y fue a abrir. Se preocupó. ¿Vendría su hijo entre ellos? Nunca habían tocado, ellos, de esa manera. "Señora Ruth", escuchó decir a uno, intentando explicarle la situación. Pero no había necesidad de explicar nada. Vio a su hijo sangrando del rostro; había caído de la bicicleta en el juego de las carreritas en la calle. Les dijo: "espérenme aquí, mientras encuentro las llaves del auto". Lo subieron al asiento trasero. La señora Ruth condujo de prisa, hacia el área de urgencias del hospital más cercano. En el camino le rogaba a Dios que no fuera nada grave. Intentaba sacarle plática a su hijo, quien observaba por la ventana el tránsito de los demás autos: vio a un hombre canoso conducir de prisa una carroza fúnebre.
El conductor de la carroza llevaba prisa, había tenido necesidad de ir al baño cuando ya le habían girado instrucción, en su trabajo, de llevar el vehículo al mecánico: debían arreglarle los frenos. Cuando finalmente llegó al taller automotriz, preguntó por el señor Rojas, quien era el dueño del negocio. "No está", le respondió la secretaria. "Vengo de la Funeraria Zamarripa, para el cambio de frenos de una carroza". "Ah, claro, ya lo estábamos esperando". La secretaria salió de la oficina y le dijo: "métala por aquel portón, por favor", mientras señalaba una puerta a unos diez metros de distancia. "Diga que viene de la funeraria, para que se la reciban". La asistente volvió a su lugar, adentro de su oficina climatizada y se sentó frente a la computadora. Tomó nuevamente el número de la revista de farándula que estaba leyendo.
Encontró varias noticias de dónde escoger: Kate Middleton y el Príncipe William, (los de Inglaterra); la boda de Ángela Aguilar y Christian Nodal; el divorcio de Jenifer Lopez y Ben Affleck. Decidió buscar las páginas que daban la noticia sobre esta última nota. Escuchó nuevamente toquidos a la puerta. "Vengo a recoger el BMW azul, aquel", le dijo un hombre. "La preparo la factura", respondió ella. El hombre se quedó afuera, mirando su auto.
Pensó que era una lástima que el tiempo hubiese pasado tan rápido. Tanto que le gustaba su vehículo y ahora, pasando los cien mil kilómetros, comenzaban a aparecerle las primeras necesidades de reparación. Recordó cuando se fue con su sobrino, manejando a Acapulco y le tocó una helada en la parte más alta del camino. Su auto respondió muy bien. Luego vinieron los viajes a Querétaro por temas de trabajo. "Son cuatro mil doscientos pesos", escuchó decir a la secretaria, detrás de él. Entró a la oficina a pagar con su tarjeta de crédito y para cuando se dio cuenta, su auto ya estaba en la puerta de salida, encendido y con las llaves puestas.
Condujo por Carranza hacia el centro. Rodeó la Macroplaza y cuando estuvo en un semáforo de Zaragoza, le tocó ver a una pareja de viejos de piel muy blanca, con el cabello pintado de verde, en bermudas y playeras de verano, cruzando la calle. "Naturalmente son extranjeros", Se dirigían rumbo al Museo de Arte Contemporáneo.
A la entrada, la pareja se tomó una fotografía: una selfi con "La Paloma", de Juan Soriano. Luego compraron los boletos: calcomanías rosas que debían pegar al frente de sus playeras. Ingresaron al museo y el guardia les indicó el camino. Sintieron el fresco del aire acondicionado. Recorrieron una exposición completa en media hora: vieron pinturas de artistas mexicanos que habían vivido en el extranjero y encontraron fotografías de Edward Weston y Tina Modotti durante sus estancias en México. Tomaron un refrigerio en la cafetería. Luego se dirigieron a la salida, pero antes se toparon con otras salas, les llamó la atención una exposición de un diseñador norteamericano que había vivido en México. Pasaron media hora aprendiendo sobre su obra.
Se dirigieron a la librería y hojearon algunos libros; pero se abstuvieron de comprar alguno. Revisaron postales de la ciudad y algunas tazas para café con diseños donde aparecía el Cerro de la Silla y otros sitios emblemáticos de la ciudad de Monterrey. Salieron con dos tazas para café. Cruzaron la puerta y finalmente se encontraron bajo el intenso calor de verano de las tres de la tarde. Caminaron despacio rumbo a la orilla de la banqueta para volver por donde habían llegado. Les tocó el semáforo peatonal en verde. Tenían frente a sí un auto que invadía las rayas peatonales: Lo conducía una mujer. Su hijo iba en el asiento trasero: se había accidentado conduciendo su bicicleta mientras jugaba unas carreritas con los amigos de cuadra: Con cuatro puntadas quedó listo el labio y con una semana de collarín se arreglarían las cosas.
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