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La bocanada de humo

La bocanada de humo


Publicación:23-02-2025
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“Quien no puede, allá él. No es de valientes callar y no actuar. Tampoco se trata de arriesgarlo todo, sin estrategia ajedrecística. Atentos: talentosos"

La descabellada razón

Carlos A. Ponzio de León

    

    El Rey era robusto, un Enrique VIII, sarcástico, de gusto soberbio en la selección de mujeres y acostumbrado a no ofrecer explicaciones a sus súbditos. Desesperaba cuando le daban consejos y únicamente hacía caso a su Paje de actos mágicos: un enano que le contaba chistes y que de vez en cuando, metía las manos en la sopa. Acaudalado en oro por los pagos que recibía al deleitar al Rey llenándolo de carcajadas, llevaba una vida agraciada. No era un hombre humilde, ni extremadamente rico, pero sí autosuficiente y con casa propia, fuera del Palacio. 

    Al enano, cada vez le costaba más trabajo hacer reír a su empleador. “¿Qué le pasa, su Majestad?” El Rey se hundió en su silla y después, en sus propios pensamientos. Luego de unos minutos, le dijo al enano: “Han llegado hasta mis oídos ciertos rumores y no son nada buenos”.

    “Dígame, mi Señor, ¿qué ha escuchado?”, preguntó el Paje mágico. “Acompáñame”, respondió su Alteza. Caminaron uno junto al otro, dirigiéndose a los jardines, donde nadie podría escucharlos. Caminaron por senderos empedrados, oliendo el aroma fresco de las flores, admirando la manera en que las buganvilias trepaban desde la planta del patio, hasta el techo del castillo e incluso por las demás fortalezas en los alrededores.

    “Me han dicho que hay un hombre revoltoso en la comarca del este, pequeño Paje”, dijo su Majestad. “Mi servicio secreto lo ha visto teniendo reuniones con un pastorcillo con el que juega ajedrez, ese juego originario de la atrasada y lejana India”. “¿Y cuál es el problema con ello, su Señoría?”. “Pues bien, he de confesarte, enano mío, que he soñado que, en realidad, esos dos representan a multitudes y que quieren derrocarme para meterme a un calabozo, donde toda mi diversión sería únicamente tenerte a mi lado por el resto de mis días, escuchando tus chistes”.

    El enano tragó saliva, imaginándose condenado a vivir el resto de sus días junto a su Majestad. ¿Pero acaso no estaba destinado a ello, desde su nacimiento; no era eso lo que ya hacía casi por completo? “Y hay más, pequeño Paje, mis espías me han revelado la partida que jugaron la última vez que se vieron. Lee con cuidado:”, dijo el Rey, entregándole al enano un papel con los siguientes movimientos: “1. e4 Nf6 2. e5 Ne4 3. Qe2 d5 4. exd6 Nxd6 5. Nc3 Nc6 6. Nf3 Nf5 7. d3 Nfd4 8. Nxd4 Nxd4 9. e3 Nxc2+ 10. (Resigns)”.

    El payaso de palacio se quedó mirando la anotación. Suspiró profundo y dijo: “He de confesarle, su Majestad, que yo también conozco este juego de torres y damas, llamado ajedrez. Y me parece que esto no es más que una partida entre dos borrachos”. “El revoltoso llevaba blancas”, dijo su Majestad. “Pues era el más borracho de los dos”, dijo el Paje.

    “Entonces, tú lo confirmas, fiel Paje”. “Así es, su Alteza, y lo repito: confirmado está. Y para ello, no queda más que emborracharse como ese par, jugando al ajedrez”. El Rey le pidió al enano que regresaran al interior del Palacio y le mostrara las reglas básicas del juego.

    En el camino, el Paje fue contando al Rey las historias que rodeaban a la invención del juego. De cómo se creía que había sido creado en la India, en el siglo VI, d.C., con el nombre de Chaturanga, con reglas ligeramente distintas a las prevalecientes, (para la dama y el alfil), y que posteriormente evolucionó en Persia con el nombre de Shatranj, donde el alfil adquirió su movimiento libre en diagonal. Y cómo en el siglo IX fue incorporado en Europa, modificándose el movimiento de la dama para que adquiriera su gran poderío como lo tenía hasta ese momento. También se había introducido el enroque y la posibilidad para los peones de moverse dos casillas al inicio; además de la nueva regla de promoción del peón, que podía convertirse en cualquier otra pieza, no solo en dama.

    El Rey mandó traer tanto el tablero como las piezas de ajedrez más hermosas del reino. Se trataba de una tabla tapizada con láminas preciosas, y piezas en oro blanco y amarillo. El Paje comenzó a explicarle el juego.

    Media hora después, su Alteza pidió descanso. Era demasiada la información que había que absorber. Continuaron las enseñanzas durante dos semanas, pero cada día, el Rey olvidaba lo que había aprendido el anterior. Hasta que una mañana, el Paje llegó con un nuevo juego: “Este se llama Gato, o Tic-Tac-Toe, y fue hecho para usted, mi Señor”.

    Así y asá: “Quien no puede, allá él. No es de valientes callar y no actuar. Tampoco se trata de arriesgarlo todo, sin estrategia ajedrecística. Atentos: talentosos. (Parábola de los Talentos)”.

La mentira

Olga de León G.

Ese año, harían un viaje largo. Irían por carretera, pues tenían tiempo y así podrían detenerse donde les placiera, por si quisieran conocer algunas de las ciudades que atravesarían. El verano pasado no habían salido de vacaciones, de suerte que habían ahorrado algún dinero extra.

    Harían tres días de ida y dos o tres de regreso, según se detuvieran o no ya de vuelta a casa. Además, podían disponer de una semana para quedarse con los padres de Lucía algunos días, y viajar a una playa cercana, solos o con sus padres y algunos más de la familia, que quisieran acompañarlos.

La nueva camioneta para seis personas, que recién habían comprado dos años atrás, sería ideal para sus planes. Además, uno de los hermanos de Roberto, quien vivía todavía en Oaxaca, tenía otra camioneta también de tipo Camper, aunque más grande. Entre ambos vehículos bien podían caber dos o tres familias. Por lo menos, diez personas podían viajar cómodamente.

A Lucía le encantaba planear e imaginar con anticipación las situaciones, a un futuro no muy lejano. Así que en su mente, estas próximas vacaciones estaban resueltas: viajarían y estarían con la familia. Ella amaba a sus padres y a sus tres hermanos y la única hermana que llevarían con ellos, pues Clara vivía en la misma ciudad que ellos y les había sugerido que la invitaran cuando viajaran hacia el Sur, para visitar a sus padres también.

La fecha del viaje se acercaba, así que Roberto le recordó a su mujer que hablara con todos para saber si estaban en disposición de recibirlos dentro de una semana, y confirmar quiénes irían con ellos a la playa, durante tres días.

A Lucía, nada le agradaba más que viajar por carretera. Solía pensar que quizás había nacido en el coche de sus padres, o ellos la pasearon desde muy pequeña. Le gustaba ir despierta si viajaban de noche y platicar con quien fuera conduciendo; sentía cierta responsabilidad por mantener en alerta al que condujera el auto.

Por fin, era el último viernes de trabajo, antes de las vacaciones. El domingo iniciarían la travesía hacia el centro del país, y al día siguiente partirían hacia la casa de los padres de Lucía, en Oaxaca. El trabajo de Roberto los había llevado a vivir al Norte del país, y ella pronto encontró también trabajo allí. No les gustaba el clima de la ciudad, pero ganaban bien y el trabajo de cada uno era lo que a ellos les gustaba hacer.

A última hora, la hermana decidió no acompañarlos; de lo que se alegraron, pues era una mujer difícil de carácter y peor de complacer. Les había llamado la tarde del sábado, para decirles que no iría. No le reprocharon, ni preguntaron nada.

Roberto y Lucía acababan de cumplir cinco años de casados y aún no tenían hijos. Querían esperar un poco más, quizá uno o dos años. Contaban con veintisiete años y pasaban por un buen momento laboral, con expectativas de ascensos y mejor paga. Así que la llegada de los hijos podía esperar.

Para entonces, los padres de Roberto, quienes también vivían en Oaxaca, esperaban ansiosos su llegada, pues querían ver si al menos uno o dos días querrían quedarse con ellos. Nada sabían de sus planes de viajar a playa. Pero, seguro les encantaría ir con ellos. Y, como si ambos estuviesen conectados con los pensamientos, mientras manejaban ya avanzada la mitad del trayecto, Roberto preguntó: ¿y, si invitamos también a mis papás a la playa? Ya no tienen compromisos con ningún hijo y, además, se llevan muy bien con tus padres. Lucía aprobó la idea: “les hablaré ya, para que se preparen y salgamos rumbo al mar en tres días”.

Parecía que todo estaba bajo control. Solo un asunto no encajaba. Roberto y Lucía ya no vivían en el Norte, ni tenían una camioneta, ni saldrían de vacaciones ese año y, tampoco ningún otro: habían muerto en un accidente automovilístico cuando iban de la Ciudad de México a Oaxaca, a ver a los padres de ambos.

    A veces, la vida nos engaña y nos ofrece una reivindicación por lo que nos quitó brutal y repentinamente. Habían transcurrido más de diez años del accidente, y los pensamientos de ellos se cruzaron en el camino, a la misma hora y en el mismo kilómetro donde un camión de carga que invadió el carril por donde circulaban, los colisionó. Otro automovilista que presenció aquel infame accidente, cada vez que transitaba por allí, se persignaba y pensaba en los jóvenes muertos. Sin pretenderlo, él los traía a la vida de nuevo… Y, ellos volvían a planear con entusiasmo, sus últimas vacaciones: una mentira.

 



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