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La tómbola millonaria

Publicación:09-02-2025
TEMA: #Agora
Los sueños se nublaron, ya nunca fueron los mismos, me convertí en un autómata, y seguí simplemente viviendo
La revisión
Carlos A. Ponzio de León
Yo nunca corregía. Definitivamente no me sentía un chico genio, pero quería ser uno, porque creía que a los genios se les ocurrían las ideas, completas, a la primera, de manera perfecta y no tenían necesidad de revisar. Tal vez era influencia musical: por las historias que siempre se dijeron de Wolfgang Amadeus Mozart, que componía sin corregir. La verdad, Mozart escribía de manera extremadamente lenta: revisaba en la mente, el tacaño, para no gastar papel. Así es que probablemente me equivocaba y la gran mayoría de los Grandes Genios sí revisa. Y yo, en particular, que no lo era, sería el primero con necesidad de corregir mi economía académica y todo lo demás que hacía.
Antes de ingresar al doctorado, publiqué tres artículos académicos en español, en revistas mexicanas, sin necesidad de corregir mucho. (Las cosas habrían de ponerse más competitivas con el paso del tiempo y cada vez es más difícil publicar aquí, en este país).
Luego me propuse publicar en inglés, en alguna revista académica norteamericana. Comencé a intentarlo mientras estaba aún en México, antes de ingresar al doctorado en Estados Unidos. Y continué con mis intentos cuando llegué a allá. Con una honrosa excepción, siempre fue la misma historia: un rechazo tras otro. Recibía retroalimentación con cada rechazo, y a veces con extensas cartas llenas de soberbia e injuria, mientras que otras contenían una prosa más amigable. Pero mi problema era siempre el mismo: yo no contaba con las herramientas para corregir a partir de las sugerencias de los árbitros. Supongo que, al menos en parte, para eso se inventaron los doctorados, para contar con un asesor que enseñe al alumno a corregir.
Entre mis sueños de juventud siempre estuvo el de convertirme en académico, en enseñar en alguna de las mejores universidades de los Estados Unidos y un día: ganar el Premio Nobel. Hasta que un día, siendo estudiante en el doctorado, poco a poco fui descubriendo una parte de mi realidad y tuve que dejar mi sueño, por otros sueños, también incumplidos, pero que remplazaron el inicial. En retrospectiva: uno nunca deja de ser un soñador. Un fracaso siempre sustituye al otro.
Al concluir el doctorado, finalmente abandoné el sueño académico: rechacé las ofertas de trabajo que tuve de universidades y regresé a México, un tanto a la aventura, sin empleo. Sufrí un tiempo. O, más bien, sufrí un largo tiempo, porque, aunque tenía otro tipo de trabajos, en el fondo me dolía el sueño abandonado. Así es que cuando varios años después, abandoné la economía para componer música, y luego me vi emocionalmente impedido para componer y no me quedó más que escribir narrativa, tuve que mirar mi largo camino de fracasos y analizarlos detenidamente. Inmediatamente me di cuenta de que, como académico, había fracasado, en parte, porque siempre que recibía un rechazo, me negaba a corregir. Simplemente tomaba mi artículo rechazado y lo enviaba a otra revista. Así, como estaba. Cuando tomé la narrativa, aprendí la lección y me fui al otro extremo: corregí en desproporción.
Cuando inicié lo literario, encontré también un taller. Llegaba a las reuniones, repartía copias de mis textos y los asistentes señalaban recomendaciones de cambios mientras yo les leía en voz alta mi escrito. En una tarde incorporaba las sugerencias, haciendo caso a todo lo que se me señalaba, sin importar que muchas de aquellas expresiones de buena fe no estaban bien fundamentadas. Pero yo hacía alteraciones a mi escrito. Eso calmaba mi dolor. El resultado era mi primer borrador. De ahí, realizaba siete u ocho correcciones más para llegar al segundo borrador. Me parecía exagerado, eran muchas revisiones para mí, (para alguien que hasta pasados los treinta y cinco años, no corregía sus textos). Quedaba contento, sin adivinar que había autores increíblemente experimentados que revisaban cuarenta veces sus escritos. Lo he leído de ellos mismos, en sus confesionarios.
Ahora lo entiendo: revisar es escribir. Más que un proceso de mejorar el texto se trata de completarlo. Un texto sin revisión no está aún completo. Y hay tantos textos en este mundo que no fueron revisados, empezando por la Biblia. ¡Qué prosa tan escandalosamente mal hecha, en muchas partes: tartamudea! ¡Y qué historias tan brutales! Bueno, hay tramas fenomenales y hay que reconocer que, a Dios, en ocasiones, también se le da la poesía. En fin, me parece que, a la Biblia, le hace falta lo mismo que a mis primeros textos de economía académica: hay que abandonarlos y comenzar otros nuevos, con temas más bonitos, menos sufridos. Con algo que vaya cerrando la triple pinza entre ciencia, arte y fe. Que incorpore el bienestar humano.
Tanta gente agarrándose del chongo cuando debería estar fuera de moda. Conclusión: Va una pequeña lección para todos.
La vida en retrospectiva
Olga de León G.
Cuando era una niña, de ocho, nueve y casi diez años, soñaba que de
grande, algún día llegaría ser una famosa bailarina de ballet. Para antes de los once años ya había desistido de tal idea, era realista: tenía cierta flexibilidad y me gustaba mucho tanto el ballet como la música clásica; pero, de los nueve años a los diez, mi peso se descontroló, pasé de ser una niña delgada, a una, más bien, llenita.
Luego, tuve otros sueños. Como siempre me gustó inventarles historias y cuentos a mis hermanitos, sacados en parte de mi imaginario, como también de los cuentos clásicos que teníamos en casa, y que leía en los libros de El Tesoro de la Juventud, colección que papá nos había comprado en la Cd. de México, allá por 1957 o 59; entonces comencé a transcribir algunas de mis recreaciones, y pensé que quizá pudiera un día llegar a ser escritora.
De pronto, cumplí doce años y mi vida se enredó en sueños imposibles, que se vieron frustrados antes siquiera de pensar seriamente en ellos. A los trece, no sabía qué haría con mi vida, solo tenía la firme convicción de que estudiaría una carrera universitaria, como era el sueño de nuestro padre, para todos sus hijos. Por esos años, vivíamos en Reynosa, Tamaulipas y, obviamente, yo no pensaba en iniciar la preparatoria en ninguna otra parte que no fuera en Monterrey, Nuevo León. A menos que consiguiera el permiso de papá para irme a la capital, si me decidía por Astronomía. Ese fue solo un relámpago de sueño, pues sabía que no conseguiría tal permiso: allá no teníamos parientes que pudieran recibirme mientras estudiaba.
Los sueños pasaron de ser tales, a ideas que debía perseguir y transformarlas en hechos. Y así fue como antes de cumplir quince años, ya estábamos mi hermano Chuy y yo en la casa de mis tías Lola y Chelo, las hermanas solteras de mi papá con quienes viviríamos, en la colonia Mitras Sur, por la calle La Barca # 837. Llegué a tiempo para presentar el examen de admisión al bachillerato.
Recuerdo y me veo, como si fuera ayer haciendo fila en la primera fila (valga la redundancia), tal como me había dicho mi padre, para ser inscrita por el Lic. Manir en la Preparatoria # 1, pues en ese edificio había estudiado él su carrera, y por eso pedí entrar a esa preparatoria. Manir había sido instruido para respetar mi elección por el Lic. Vicente Reyes (gran amigo de papá). No sin antes hacer un poco de cábula y cuestionarme por qué quería entrar a esa Preparatoria; terminé inscrita en ella.
Y, los sueños regresaron a mi mente, mis pensamientos y mi espíritu. Ya cumplidos los 17 años, los sueños sufren un tropiezo. Mi madre enferma, tiene que venir a Monterrey, la internan y estará acá no saben exactamente cuánto tiempo. Lo cual complica las cosas para papá, quien se ve en la necesidad de pedirme que me regrese con él a Reynosa, pues no puede hacerse cargo él solo de mis hermanos, ni aun con la ayuda doméstica de mucha confianza, que por entonces trabajaba en casa. No entendía muy bien, por qué mamá se quedaría en el hospital y yo debía ayudar al cuidado y educación de mis cuatro hermanitos menores: tres varones y una hermanita menor que yo, siete años. Creo que asumí bien mi rol y pasados menos de cinco meses, mamá ya estaba de regreso.
Aunque antes de regresar a Reynosa, yo había iniciado una relación de noviazgo con quien luego sería mi esposo por más de cincuenta y dos años. Rompí con él al irme, argumentando que no creía en el amor a distancia, así sería libre, y no me ofendería si salía con alguien más. De nada sirvió. El estaba decidido a continuar, y cuando mamá ya estaba en casa, él fue a buscarme. Mi padre lo recibió en su despacho… Nunca supe de qué hablaron, pero seguro papá “le leyó la cartilla”.
Los sueños se nublaron, ya nunca fueron los mismos, me convertí en un autómata, y seguí simplemente viviendo; las perspectivas cambiaron, más aún al convertirme en madre. Las prioridades fueron otras… yo simplemente asumí mi nuevo rol. Hoy estoy ante nuevos retos. No sé si mis sueños despertarán o si tendré nuevos sueños…
Dentro de algunos años, si aún estoy en este terrenal mundo, lo sabré con certeza.
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