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La escapada sin fin

La escapada sin fin


Publicación:01-06-2025
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Comencé a escribir porque era la única manera en que podía detener el llanto

El aspecto

Carlos A. Ponzio de León

    

    Comencé a escribir porque era la única manera en que podía detener el llanto. Lo que no adivinaría es que la costumbre de escribir traería aún más lágrimas: veinte meses de lamentos diarios, llené un valle con las lágrimas de Cristo. Suspiraba gimiendo, pidiendo a Dios que volviera su misericordia a mí y que después de este destierro, me mostrara el camino. (Salve Regina).

    ¿Qué me tenía llorando? Mi divorcio. No había sido un divorcio cualquiera. Esa separación fue muy distinta a la que habría de vivir en otros matrimonios. Hubo algo especial que yo no podría definir en estos momentos, pero que hoy, trece años después, aún me hace llorar cuando lo recuerdo. El dolor y sufrimientos eran intensos y la pena no pude sino tratar de ahogarla en alcohol: durante cinco años. Bebí diariamente durante ese tiempo: al menos tres cuartos de botella de whiskey al día. En total, tomé una cantidad mayor de lo que muchos seres humanos llegan a beber en una vida entera. No lo pongo como ejemplo a seguir, sino que ubico el tamaño del pozo en el que caí, por lo que parecería un simple divorcio. Pero no era una simple separación: era la soledad profunda del desterrado, la compulsa del bebedor que se ha perdido totalmente en el pantano, que intenta salir cada mañana y solo logra hundirse cada vez más. 

    De niño, todo lo que deseaba era llegar a ser un compositor. Pero en los momentos de dolor que describo, a los treinta y siete años, luego de aquel divorcio, todo lo que deseaba era dejar de beber y no podía. Cada día se encendía una luz: aparecía como lámpara sobre el pico de la botella de alcohol y caía en el engaño: día con día, lunes a domingo, escribía de once de la mañana a once de la noche. Concluí una Memoria, luego de poco más de seiscientos días de trabajo diario. Terminé. Comencé un nuevo proyecto de escritura, continué bebiendo. Terminé una novela. Compuse música. Pinté. Vivía en un estado alterado de consciencia. Cada obra concluida llevaba su inmenso baño de dolor y sufrimiento, su propio valle de lágrimas.

    Comprendí: los momentos de alegría y dolor nos hacen aptos para la creación: pero de esos dos, solo el sufrimiento es lo suficientemente largo para producir una obra maestra. Se entenderá. El alcohol me hizo propenso a nuevos caminos errantes, llenos de otros dolores y sufrimientos: alucinaciones devastadoras, eventos psicóticos, abrazos a la muerte, llegué a sentirme abandonado durante años. (El dolor de Cristo en capas).

    Había momentos de respiro: lo confieso. Porque ese dolor tenía el mérito de que mis acciones estuviesen limpias de pecado. (Hebreos 9:28). Y aunque algunas de ellas pudiesen ser tachadas de faltas por la antigua ley, los que me esperan tienen oídos para oír: me aferraba a la ley del amor. (Mateo 22: 36-40. Juan 13: 34-35). Porque si Su sufrimiento fue físico, Su recompensa también habría de ser física. El secreto está en Una Divina Forma Humana. (Retiro un sello de "A Divine Image", de William Blake).

    ¿Qué me hizo dejar de beber, luego de mil ochocientos veinticuatro días? Un evento psicótico: el fuego, el calor estando a unos centímetros de distancia del sol. Azufre insensato que no merecía. "Los que me esperan han vivido parte del dolor de Cristo en capas". La funesta evocación del peso del plomo en los pies. La muerte insensata de los hijos. La pesquisa de la noche. El contrabando y la traición.

    Tuve que volver a mis medicamentos. Solo por un año, porque entonces se rompió el candado y me fue permitido volver a beber, en cantidades moderadas. Ocurrió durante se desarrollaba una Serie Mundial de Béisbol. El año de sobriedad fue un primer ejercicio para la creación en ese estado, sin necesidad de alterar la consciencia. Hubo logros.

    La aflicción se desencadena. La muerte se yergue hasta que finalmente, el abandono sucumbe. Entonces vinieron momentos gloriosos de celebración de la vida, apagados a ratos por inmensos dolores. ("Life is your creation. Come on Barbie, let´s go party", con Aqua). Lluvia de humillaciones en un nuevo trabajo. (Más del dolor de Cristo en capas). Destierros y más destierros. Y más.

    ¿Qué me hizo volver a dejar de tomar? Una promesa de amor. ¿Por qué regresé al alcohol? La separación. ¿Qué me hizo abandonarlo otra vez? Una petición de Dios. ¿Por cuánto tiempo? Solo Él sabe.

    He sido encadenado, humillado, rechazado y acosado. He sido perseguido, maltratado y azotado. (El dolor de Cristo en capas). Para que conste en la gloria... y su precio quede claro. Para que quien busque, encuentre. El pago compra y la batalla vale la pena, si se tiene el valor.

    

Venganza atónita

Carlos A. Ponzio de León

    

    Ella sospechó que su marido la iba a engañar. El viernes, él llegó de la oficina y le dijo que debía realizar un viaje de trabajo durante el siguiente fin de semana, siendo empleado público de bajo nivel. No durante ese fin de semana que comenzaba, cuando tenían invitados de la oficina colegas de él, como huéspedes de cena; sino el siguiente fin. Era la primera vez en su vida que debía hacer un viaje de trabajo en días no laborales. Ella no dijo nada, pero en la reunión con los compañeros de trabajo, tentó la situación y sacó a relucir el comentario: su marido tenía reunión de trabajo el siguiente fin de semana en un estado del norte. Los colegas de oficina guardaron silencio. No dijeron nada, pero sospecharon que algún secreto estaba involucrado. Ella también lo sospechó. 

    El siguiente viernes, él tomó un avión rumbo al estado de Sonora y luego de tres horas de vuelo, arribó al Aeropuerto Internacional Ignacio Pesqueira García, en la ciudad de Hermosillo. Se dirigió al hotel e hizo una llamada: "Ya estoy aquí, te espero". Quedaron de verse en la calle, a una cuadra del hotel. "No traigo condones", le dijo él. "Allá hay una tienda, ahí deben tener", dijo ella señalando la sucursal de una cadena de supermercados nacional.

    En el cuarto de hotel, él le vació las manos a su cuerpo, llenándola de caricias templadas. La desnudó como se le quita la cáscara a la fruta. La recorrió completa con su lengua y labios, luego la penetró como se siembra una semilla en el campo. Eyaculó el mar sobre la orilla de la playa.

    Recostados, desnudos sobre la cama, ella le dijo: "Cuéntame un secreto que conozcas". Lo primero que vino a su mente fue decirle que era casado; pero no lo hizo. Pensó un poco más y decidió contarle que Dios era el Universo. "¿Cómo es eso?", preguntó ella. "Dios es energía que no vemos, y está en todas partes: es una energía especial, como si él habitara una cuarta dimensión". "El universo se expande", le dijo ella. "Efectivamente", respondió él, para continuar: "El universo se expande hasta estallar y comenzar de nuevo, con otro Big Bang. Las estrellas y los planetas se repiten de nueva cuenta. La mayor parte de la humanidad vuelve a vivir su vida. Así es que tal vez, no sea la primera vez que tú y yo hacemos el amor; seguramente ya lo habremos hecho en una versión anterior de este universo". Ella sintió un escalofrío que le recorrió desde las puntas de los pies a la coronilla en la cabeza. "¿Cómo sabes eso?". Él se quedó pensando qué decirle. "Dios me lo contó", finalmente le dijo. Ella soltó una carcajada. "Lo leíste en alguna parte", le respondió ella. "También está escrito", le aclaró él: "... Él inicia la creación y luego la repite, para remunerar con equidad a quienes han creído y obrado bien. En cuanto a quienes hayan sido infieles, se les dará a beber agua muy caliente y sufrirán un castigo doloroso por no haber creído". (Corán 10:4).

    Ella se quedó atónita y angustiada. "¿O sea que el cielo y el infierno existen y están en este mundo, cuando el universo vuelve a crearse?". "Podría ser", le dijo él. "Tú sabes, dime". Se quedó en silencio, observando las rendijas del aire acondicionado por donde salía aire frío que tenía hecho un tímpano el cuarto.

    Luego de unos minutos, ella le comentó que había una carne asada en casa de unos amigos al día siguiente. Le preguntó si quería ir. Él aceptó. Ella quedó en recogerlo en el hotel, a mediodía.

    Estuvieron en la terraza de aquella casa, platicando con otras dos parejas. Él escuchó sobre las hazañas del grupo cuando visitaban el Gran Desierto de Altar y el Cerro de la Campana, sobre la belleza de las playas de San Carlos y Puerto Peñasco, la Bahía de Kino, entre otras tantas cosas. Cuando oscureció, lo llevaron a su cuarto de hotel.

    Al día siguiente, domingo, regresó a la Ciudad de México. Lo recogió su esposa en el aeropuerto. Ella no le preguntó cómo le había ido en el viaje; solo le contó sobre las cosas que había hecho ese fin de semana. Luego guardaron silencio durante veinte minutos hasta llegar al departamento.

    El lunes llegó el cargo de consciencia. A la hora de la comida se dirigió a un centro comercial y antes de meterse a un restaurante, visitó el área de joyería de una tienda departamental. Preguntó por collares. Ninguno le satisfizo. "¿Cuál es el más caro que tiene?". La señorita le mostró un collar de oro de borlas: lo compró.

    El regalo no curaría la herida.

 



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