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La encabritada razón

Publicación:25-05-2025
TEMA: #Agora
Quién -entonces- podría adivinar, o ni siquiera sospechar, lo que el futuro le deparaba
Astucia avergonzada
Carlos A. Ponzio de León
Tenía veintidós años. Vivía en la Ciudad de México. Había ido a la librería Gandhi de Quevedo de paseo y tal vez compré un par de libros en oferta, de una colección en pasta dura, café: Grandes Obras del Pensamiento Contemporáneo, de editorial española: no se había vendido la antología de aquel lado del Atlántico y ahora estaban rematándola en México. Eran cien tomos y me faltaban pocos para completar la serie.
Me metí a una cafetería cercana para hojear mis compras. Leí también mis lecturas de siempre. Hacia el final de la tarde, pagué la cuenta, tomé mi mochila y caminé hacia el metro para regresar al departamento.
Llegando a la estación, noté a un grupo de personas alrededor de un hombre, frente a una mesita, donde jugaban al juego de la bolita: el individuo movía una bolita roja rápidamente, escondiéndola entre vasitos con la boca hacia abajo. El apostador debía adivinar dónde había quedado la bolita. Me llamó la atención ver a tanta gente reunida porque sabía que aquel juego era una tontería en el que el hombre de la bolita siempre hacía trampa y tenía a sus compinches alrededor, fingiendo que jugaban. Me conmovió pensar en tanta gente que posiblemente caería en la trampa.
El hombre gritaba con una energía descomunal. Su voz iba y venía meciéndose como las olas del mar arrebatado, en un espectáculo hipnotizante. Movía la bolita con una destreza impresionante, de un lado al otro entre los vasos y finalmente se detuvo debajo de uno. Me pareció que yo sabía dónde estaba la bolita, pero no iba a apostar. El hombre gritaba: "¿Dónde quedó la bolita?, ¿dónde quedó la bolita?", y le dijo a alguien: "A ver, usted sabe dónde quedó la bolita; por mil pesos, dígame dónde quedó la bolita: saque usted mil pesos y póngalos sobre la mesa". "No traigo el dinero", le respondió el observador del juego. Entonces se dirigió hacia mí y me dijo: "A ver, muéstrele al caballero que usted sí trae los mil pesos que él no trae".
Hipnotizado, saqué mi cartera y le mostré los mil pesos. Entonces se dirigió al hombre que no traía el dinero: "A ver, dígame dónde quedó la bolita". El observador levantó un vaso y no apareció la bolita, y el hombre de la bolita me arrebató los mil pesos, como si yo hubiese sido quien había jugado, apostando. Le reclamé y le pedí mi dinero, repitiéndole que yo no estaba jugando. "¿Entonces, por qué sacó los mil pesos?", me preguntó. "Porque usted me pidió que se los mostrara al señor". "Por eso... usted apostó por él".
Insistí, pero no hizo caso. Caminé cincuenta metros, a la esquina de Quevedo y Avenida Universidad, porque sabía que ahí había policías. Les expliqué la situación. Uno de los uniformados me acompañó. Se acercó con el hombre de la bolita y le dijo: "Ahí te buscan". Estuvieron conversando un minuto y el policía regresó conmigo, diciéndome que yo había jugado al juego de la bolita. Me fui enfurecido. Caminé a Quevedo de regreso y paré un taxi. Abrí la puerta trasera y subí. Le expliqué al chofer que iba a la Avenida Panamericana, en Pedregal de Carrasco.
Acaso pasaron dos minutos cuando recordé, súbitamente, que ya no traía dinero. La voz me temblaba. Le expliqué al taxista que me habían robado y no traía un quinto. Me disculpé. "Lo llevo, no se preocupe", me dijo.
En el departamento, le marqué a mi Padre, a Monterrey, para explicarle lo sucedido. "No te muevas. Déjame hablo a la Secretaría de Seguridad Pública". Al rato me marcó de regreso. Había conversado con el secretario y me consiguió una cita con uno de los directores generales. Debía estar más noche, en las oficinas centrales de la policía. Para cuando llegué, ya habían citado a los uniformados situados en la esquina donde había pedido auxilio. Los identifiqué tras una ventana con espejo. Excepto que no estaba el que había intentado auxiliarme y luego, se había negado a hacerlo. No acudió al llamado de la central.
Esperé en una oficina. El director fue a hablar con los agentes. Al rato regresó molesto, conmigo: "Que estabas jugando a la bolita". "No señor, le respondí", y le expliqué lo que había sucedido. Aquella supuesta apuesta había sido en contra de mi voluntad. "De acuerdo", me dijo, "mira, el policía que no te ayudó, está citado para venir mañana a las siete de la mañana, aquí. Si vienes a esa hora a identificarlo, lo voy a suspender".
Salí de las oficinas a las once de la noche, contrariado. Con un dilema que no sabía cómo resolver. Traté de causar el menor daño posible y no me presenté la mañana siguiente.
Sueños que nunca mueren
Olga de León G.
Mientras dormía siempre soñaba.
Jazmines sencillos en la ventana
cuya fragancia entraba en la habitación.
Y el rocío de los sauces llorones
mojando tenuemente su cabello,
cual rutina veraniega
prisionera en una primavera
negada a morir antes de tiempo.
Era el adiós de una infancia
Y la bienvenida a la adolescencia.
Quién -entonces- podría adivinar, o ni siquiera sospechar, lo que el futuro le deparaba. Extraños juegos del destino preparaban lo que aquella niña adolescente viviría, más temprano que tarde. Pasaron la primavera y el verano, llegó el otoño sin prestancia ni alboroto. Pronto el invierno sentaría sus bases jugando siempre a ganar: todas de todas.
Pasó un año más, y luego vinieron otros, sin que pareciera cambiar nada. Eran los personajes los que cambiaban y crecían, entrando en una juventud acelerada y al mismo tiempo algo predecible. Mas el otoño en ella se detuvo, así que el invierno se retrasó. ¿Cuánto tiempo?, indefinido...
Hasta el día en que la muerte se fue acercando y cerrando círculos cada vez más concéntricos, en torno de aquella niña que soñaba con despertar y aparecer en el foro del gran teatro de la vida, flotando en el viento sin que sus pies tocaran piso. Sola, en el centro, bailando un vals insonoro e invisible a los ojos de los demás.
Dos ángeles cayeron del cielo
y fueron a la playa a nadar.
Nadie los vería nunca,
pero ellos allí estaban.
Esperaban la llegada de un
ser único e irrepetible
que hacía tiempo nadie veía vagar
justo como ella solía viajar:
de incógnito y en lo alto
de la oreja de un elefante azul.
Si, precisamente, la hormiguita colorada
La que amaba a todos
y todos la extrañaban a ella.
¡Vámonos al Edén!, exclamó
Vigorosa y animadamente.
No, hormiguita, que si al cielo nos vamos,
será que nos hemos muerto
y yo no puedo morir aún:
mira que no he crecido y
no he vivido mi otoño
ni el invierno tan prometido.
El elefantito seguía en silencio
el monólogo de la hormiguita
y sus parlantes imaginarios.
Nació un nuevo día, en medio de la Nada
Y la hormiguita empezó a llorar,
como nunca -antes- lo había hecho.
Lloraba y lloraba sin parar.
Cuando alguien vio sus lágrimas correr,
Preguntó de inmediato: ¿Qué sucede?
¿Por qué lloras tanto, hormiguita?
No lo sé. No sé, ¿qué me sucede?
De pronto el cielo se nublo,
el negro cubrió a las nubes;
las que cada vez lucían más bajas
y más gordas que nunca.
Truenos y rayos pintaron el cielo:
El otoño llegó y la hormiguita se asustó.
Sabía que el invierno venía detrás de él.
La niña envejeció rápidamente:
Su cabello encaneció.
Su rostro se cubrió de surcos,
La mirada, otro día pizpireta,
casi se apagó. Y sus pasos
fueron torpes y lentos:
El invierno le cayó encima
y nadie le avisó que pronto
a Comala partiría.
Junto a los suyos, al fin descansaría.
La hormiguita intuyó el final
Y no queriendo dejarla sola
Bajó de la oreja del elefantito azul
Y a los pies de la niña se fue a dormir.
Hormiguita mi amiga adorada:
Aún no es tu tiempo, vuelve al desierto
Y bajo la arena vete excavando
hasta que llegues con tus hermanas.
Yo me iré mi niña bien amada,
Si tú conmigo vienes también.
La niña que ya traía el invierno
con ella por fuera, dejó rodar
una última lágrima sobre su cara.
Eso fue suficiente bálsamo
para su juventud
guardada por siempre en el alma.
Nadie supo cómo ni cuándo,
la niña aquella volvió a la vida.
...y, la hormiguita alegre deambula
de pueblo en pueblo, contando a todos
la leyenda increíble de la viejita
que se volvió niña con una lágrima
que dejó rodar un día de invierno.
Jazmines en la ventana perfuman
el plácido sueño de una niña
que no llegó jamás a vieja,
solo por siempre desear
hallar la paz del oasis perdido
cerca de la nada y antes del más allá.
Volvamos a los sueños,
nunca dejemos de soñar.
La vida sin sueños no es vida...
Solo una muerte con disfraz.
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