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La máscara perdida

La máscara perdida


Publicación:18-05-2025
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Afuera, bajo el sol, la lluvia rebotaba en las ventanas

"Dar: a manos llenas"

Olga de León G.

Llegó al mundo terrenal un cierto día de otoño, en el mes de las lunas más bellas, según dice una canción. Nadie la consultó si a ese mundo era al que quería llegar y en el que deseaba establecerse y desarrollar una vida como otro ser cualquiera. Habría sido lo mismo si le preguntan o no, ella no lo conocía ni tenía antecedentes fidedignos sobre la vida en ese lugar. 

Ya estaba allí. Ahora lo importante era saber qué podía hacer para vivir y no morir. Al menos, no demasiado pronto. Mas, he aquí que antes de que la tierra le diera al sol catorce vueltas, ella supo cuál era el secreto de la vida, era su contraparte: la muerte. La que estaría acompañándola a donde quiera que se mudara; intencional o de manera aleatoria y accidental.

Diez pequeños, distribuidos de cinco en cinco agarrados como un ramillete o manojo de algo, vivían en cada una de sus manos. Y, aunque eran muy unidos, cada uno era independiente del otro y cada cual servía para algo. Se llamaban dedos, y se distinguían como pulgar, índice, medio o corazón, anular y meñique. Cierto día, por la mañana, sucedió algo insólito, los cinco dedos de su mano izquierda desaparecieron, se fueron de la mano, alguien los sonsacó para que recorrieran el mundo, y así fue como se perdieron sin dejar rastro en la propia mano, ni en ningún lado. Simplemente, ya no estaban allí.

Desde ese momento, la niña sufrió vejaciones y humillaciones constantes, la llamaban la manca, "Coronela Garfio", y por muchos otros apodos la fueron reconociendo en la ciudad donde vivía y en donde quiera que viajara o fuera de visita.

Hasta el día en que llegó a su pueblo un famoso científico que la estaba buscando, pues se había enterado de su doble desgracia: el acoso y desprecio de la gente y la pérdida inexplicable de sus dedos. Rita se llamaba la niña, pero muy pocos conocían su nombre real, pues todos la llamaban de alguna forma distinta, aludiendo a la mano que ahora tenía sin dedos.

El hombre sabio, le ofreció ayudarla a recuperar la normalidad de su mano izquierda, solo que tenía que trasladarse a vivir con él, al pueblo de donde él era y donde tenía el laboratorio en el que realizaba sus investigaciones y experimentos. Rita ni lo dudo, tampoco les pidió permiso a sus padres, solo les avisó dónde estaría y por qué. Ellos que conocían su sufrimiento, nada le objetaron, antes bien, se ofrecieron a ayudar en lo que se pudiera. 

Pasaron por varias comunidades, antes de llegar al destino al que se dirigían; en cada una iban encontrando diversas necesidades de los aldeanos. La niña asombrada, veía cuánto sufrimiento mostraban algunos en sus rostros o en brazos y piernas, y cuánto dolor dejaban sembrado sin que se vislumbrara solución alguna para sus carencias. Todos ellos pasaban al lado de hombres, mujeres y niños felices y alegres que no veían el dolor ajeno. 

La niña levantó su rostro buscando algo en la mirada del sabio, este solo le dijo: "a quienes el dolor y la enfermedad les es ajeno, no pueden entenderlo cuando lo miran en los otros". Entonces, ignorantes viven, creyendo que jamás serán infelices, hasta que pierden un pie, una mano, o se les esconden los dedos de alguna mano, avergonzados de mirar tanta pereza en quienes no los usan para hacer el bien y prodigar cariño a los que lo necesitan.

La niña se fue enterneciendo y quiso ayudar a otros niños que no sabían reír, o no podían comer, porque aunque les sobraban bienes para alimentarse, no tenían ni el deseo ni la necesidad de compartir sus bienes con los menos afortunados.

Aún no llegaban a la Ciudad de los Milagros y la fantasía, donde aquel sabio vivía y tenía su Laboratorio mágico, cuando la niña descubre que sus dedos han vuelto a aparecer en su mano izquierda, tan rápido como pudo, los empezó a mover y a regalar amor: "a manos llenas".

A partir de aquel día, en el que Rita volvió con sus dedos, a la vida, cada mañana agradece a Dios y sus padres, por tener algo para dar y prodigar amor a todos los seres humanos: "de este y cualquier otro mundo".

El navajazo del diablo

Carlos A. Ponzio de León

Afuera, bajo el sol, la lluvia rebotaba en las ventanas. Un río opaco y clandestino entre la tierra descendía desde el cerro. Las alcantarillas no tragaban lo suficiente y en ocasiones, en lugar de tragar agua en ellas, escupían varios chorros que descendían por las calles hasta la avenida principal. Los árboles resplandecían por el brillo de sus hojas y sus troncos macizos, se veían color café, como bronce en la primavera. Los techos chorreaban columnas de agua sedientas que rebotaban contra las banquetas. Los mosaicos de las cocheras estaban inundados por charcos, los cuales también se formaban en el jardín, como albercas naturales donde cualquier milagro podía fabricar su nido.

Adentro de la casa, el ambiente era de absoluto relajo entre los niños, quienes corrían de un lado al otro, y subían y bajaban las escaleras. En la planta baja, al fondo, en la cocina larga, las parejas de tíos conversaban mientras tomaban una copa de vino tinto o una cerveza. Los zambombazos de los zapatos infantiles se escuchaban desde el último piso, metros arriba. Pero ninguno de los adultos ponía atención en ellos. Junto a la cocina, en la mesa del comedor, uno de los tíos jugaba ajedrez con el mayor de los sobrinos. De las bocinas de la consola en la sala se escuchaba, hasta la cocina, la música de un disco en el que cantaban Eydie Gormé y Los Panchos: "Sabor a Mí", canción que concluyó para dar turno a "Piel Canela".

La temperatura ameritaba el uso de suéteres: arrancaba diciembre con uno de sus fríos de temporada. La ciudad, región desértica, recibía nevadas ligeras cada cincuenta años, pero la temperatura podía descender por debajo de los cero grados centígrados con frecuencia y las heladas no eran poco comunes cada dos o tres años. 

En la sala de aquel hogar, un viejo solitario, delgado, se meneaba en la mecedora, mientras intentaba quedarse dormido. De pronto se escucharon toquidos en la puerta. El dueño de la casa se levantó de su asiento en la cocina y fue a abrir: vio por la ventana luces azules y rojas, como las de la torreta de una patrulla. Abrió y se encontró con un policía. "Buenas noches, señor. Para preguntarle si el dueño de un Volkswagen rojo se encuentra aquí". "Creo que sí, oficial, ¿qué necesita?". "Que lo mueva, porque está obstaculizando una subida a la banqueta para silla de ruedas". "Deme un segundo". El hombre regresó a la cocina y le preguntó a su hermano si habían llegado en su carrito rojo. 

El tío Pepe salió a mover el móvil. "Una disculpa", le dijo al oficial, "no me di cuenta". En la terraza del tercer piso, los niños observaban la patrulla y su torreta. Vieron cómo el tío Pepe subió a su auto y lo echó para atrás, un metro, aún a la orilla de la banqueta. El hombre descendió del auto, se cercioró de no estar obstaculizando la rampa, ni la cochera de la casa contigua, y cuando lo confirmó, echó llave al carro para volver a la reunión familiar. La patrulla, hacía un minuto que había partido.

En la cocina de la casa hablaban sobre los temas en la agenda pública nacional: la sucesión presidencial, la desgracia de un incendio en una guardería, el precio del dólar, y demás temas. El par de jugadores de ajedrez terminaron su partida y volvieron a la cocina. "Aún es fecha que tu hijo no puede ganarme", le dijo el tío a su hermano Pepe. "No juega con frecuencia, le falta alguien con quién practicar para mejorar". El tío Daniel se quedó pensando. En ese momento su sobrino entró a la cocina y Daniel le dijo: "Te voy a regalar un libro con ejercicios de tácticas. Los intentas resolver tres o cuatro veces. De corrido te vas sobre cada uno, y les das otras tres repasadas, otra vez, de corrido. El sobrino sonrió. Tenía la idea de que no había manera de mejorar su nivel de juego.

Ya estaba cansado de perder constantemente la mayoría de sus partidas con los amigos de cuadra. No jugaban seguido, pero cualquiera jugaba mejor que él y le hacían burla por su nivel de juego, que no era del todo malo, pero el de aquellos era muy bueno, casi el de un nivel de experto.

"Mi hijo ya no aguanta la carrilla cuando juega con los vecinitos", dijo el tío Pepe. "Con el libro que te voy a regalar, si haces los ejercicios, las burlas se van a acabar", le dijo a su sobrino. Porque, no lo olvidéis "...a vosotros os auxiliará contra ellos, curando así los pechos de gente creyente y desvaneciendo la ira de sus corazones..." (Corán 9:14-15).

 

 



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