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Peregrinaje ostrícola

Peregrinaje ostrícola


Publicación:07-09-2025
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Mi magdalena de Proust es el ostión. Cuando lo pongo en mi boca estoy en la playa de la Condesa, en Acapulco, al lado de mis padres y sus amigos

Los placeres no están bien vistos. Que en tiempos difíciles, guerras en el mundo, intolerancia, ninguneo de las ciencia y la razón, denostación a la cultura, democracias amenazadas, descomposición del planeta, desapariciones, violencia, migraciones abortadas, se le dedique tiempo y espíritu al placer me coloca del lado de la frivolidad y el egoísmo. Si es así, llámenme hedonista, pero el antídoto cotidiano para navegar nuestra condición de mortales, nuestra ambivalente condición humana estriba en los lazos afectivos, en los rituales comunitarios, en nuestra dedicación profesional y en los placeres que acompañan los pasos del día a día. Justifico así mi deseo por compartir mi placer ostrícola. He buscado la diferencia entre ostras y ostiones y me es muy confusa. En España le llaman ostras a lo que nosotros siempre le hemos dicho ostiones en México. Rectifico entonces mi gusto por comer ostiones ocultos en las balvas, un tanto monstruosas, aferrados contra un fondo nácar liso y apetecible al tacto.

Hablar de placeres también es hablar de cosas serias y reconocer algo de nosotros mismos o de nuestra especie. Las ostras se han comido desde tiempos remotos como se puede ver en la iconografía antigua, no es difícil suponer la razón. La supervivencia fue creando el mapa de posibilidades nutricionales en la geografía del planeta. Aquellos que vivían en zonas costeras descubrieron que bajo la hostilidad de los bivalvos grises, había una carne blanda mineral y sabrosa. Quizás nuestro amor por la ostra tiene que ver con nuestra relación con ella y a lo que nos remite. Mi magdalena de Proust es el ostión. Cuando lo pongo en mi boca estoy en la playa de la Condesa, en Acapulco, al lado de mis padres y sus amigos y los hijos de sus amigos que nos retamos a cruzar las olas y gozamos esa arena amarillenta que nos hace caminarla y moldearla. Ahí viene Nico con un costal de ostras que acaba de extraer de las rocas cercanas. Frente a nosotros nos muestra sus habilidades, que ahora en algunos lugares son concursos muy vistosos, para abrirlas y que exhiban su intimidad oceánica. Vaya secreto que deparan esas conchas casi pedazos de roca. Un tesoro escondido. Me animé a probarlas. Fui la única de los niños que ahí estábamos a la que le gustaron. Y de ahí para adelante.

Por eso fui a Cancale, en Normandía, que la Unesco ha nombrado como localidad patrimonio de las ostras. Cada quien escoge su peregrinaje y yo escogí este para celebrar mis siete décadas. En esa cala de la bahía de San Michelle la marea baja y sube dramáticamente a lo largo del día. Los "campos" están a la orilla del mar y a veces los cubre el agua y o los deja expuestos, diferentes especies ocupan distintos niveles. Qué placer escoger de algún puesto del mercado de ostras colocado al borde del mar la docena con la que se celebrará la llegada al paraíso; sentarse en los escalones después de comprar el vino blanco frío y comerlas despacio, en comunión con las civilizaciones que las han apreciado, que las siguen considerando no sólo alimento sino manjar y dejar la vista perdida en el horizonte como si el tiempo se pudiera extender en una cobija inacabable de gozo solar. No se puede evitar maravillarse con la naturaleza y sus dones y la oportunidad de estar celebrándolos con el simple acto de engullir una ostra frente al mar. Al final se arrojan las conchas en una montaña en la playa que forma parte del paisaje. El ciclo está completo, el espíritu saciado.

 



« Mónica Lavín »