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La veracruzana jarocha

Publicación:26-10-2025
TEMA: #Agora
Cuánto tiempo perdimos discutiendo, peleando por necedades, por banalidades, sin motivo ni razón alguna para pelear
Amor, simplemente amor.
Olga de León G.
Es fácil para una mujer medianamente enamorada, y quizás hasta para un hombre cualquiera, decir: "te amo". No, yo no te amo. Yo te idolatro... pero solo a ratos, y no para toda la vida: ¡qué aburrido!, sería eso. ¿Será por eso por lo que siempre o casi siempre, discutimos?, porque no me callo lo que pienso o siento. O, solo porque me atrevo a contradecirte, con razón o sin ella.
¡Cómo disfruto llevarte la contra!, aunque casi siempre termine dándote la razón o aceptando lo que tú defiendes... no porque esté de acuerdo contigo, sino por no discutir más, pues no nos llevaría a ningún lado positivo, e internamente sé que yo triunfé al concederte ganarme, aunque tú no lo sepas jamás, ni lo entiendas así; si lo supieras te enfadarías y volveríamos a lo mismo, a pelear: sería un cuento de nunca acabar.
Cuánto tiempo perdimos discutiendo, peleando por necedades, por banalidades, sin motivo ni razón alguna para pelear. Esto también, ¿será un asunto de "lucha por el poder"? Sí, ¡caro!, qué más puede ser: los géneros siempre están en lucha por ser, por existir y sobrevivir a lo mundano y común... Y, ¡al otro!
La vida es tan corta, lo sabemos y nos lo repetimos con tanta frecuencia, que a veces me suena como a un disco rayado, de tanto hacerlo sonar. Y, ¿de qué nos sirve tal conocimiento? Creo que se ha vuelto un cliché que ya no valoramos o no entendemos en su total dimensión.
Pero, en dónde están tus cartas y los cuentos que prometiste me enviarías, una vez que tú ya no estuvieses a mi lado; si no todos los días, al menos de cuando en cuando; una a la semana, estaría bien. Pero nada extraordinario ha sucedido. A mí, realmente, me extrañó tu propuesta, pues ignoraba que escribieras cuentos; eso lo hacía yo; pero y, ¿tú? Desconocía tal faceta de tu personalidad, aunque lo llegué a sospechar, ya que había encontrado un par que dejaste por ahí, sin terminarlos.
Ese, eras tú, misterioso e inesperado. Y no podía enojarme porque no me contaras todo sobre ti. Habría sido un desperdicio de tiempo, como las discusiones y pleitos insulsos e inútiles que solíamos tener cuando estábamos aburridos.
Te reitero: No, yo no te quiero. Eso es demasiado absurdo y sin sentido para dos que se amaron más allá de cualquier metro o medida. Pocos supieron la dimensión de nuestro amor y cariño, mas algunas amigas cercanas, y quizás nuestros hijos, siempre lo supieron.
Recuerdo la noche en que creí haberte perdido. No mostré dolor ni tristeza, sí preocupación. ¿Qué sería de ti sin mí? Tan segura estaba de que tú dependías más de mí que yo de ti: ¿sería pura vanidad, lo mío? O, ¿certeza de nuestra realidad de pareja, es lo que guio mi pensamiento en este sentido? Seguramente la respuesta corresponde a un sí, a la primera opción. No sé, tal vez ahora estoy siendo modesta.
Cuánta falta me haces, pues es un tanto cansado preguntarse y contestar uno mismo. Tendré que acostumbrarme; o cambiar de estrategia. Hasta que encuentre otra alma gemela que soporte mis contradicciones en aras de lo interesante que pueda resultar charlar conmigo, imposible e inverisímil. Sigo engreída y vanidosa, o simplemente honesta y segura de mí misma: ¡quién podrá saberlo!
Todo continuaba tranquilamente, nada ni nadie perturbaba nuestras vidas: la tuya en el más allá, la mía acá. No sé si más aburrida la mía o la tuya. Desde mi personal e íntima perspectiva tú sigues vivo. Vivo, en mi pensamiento, en mi mente, en mis recuerdos y en mis cuentos. Y estás tal como la última vez que tuvimos una buena charla, quizás hace ya siete u ocho años.
Antier, sí, desde el viernes 24 de octubre, me sentí un tanto inquieta, me entraron mis presentimientos -en los que tú nunca creíste-. Parecía como si me acompañaras a donde quiera que me moviera. Y, con mayor fuerza, lo sentí ayer, el sábado 25 de octubre, tu presencia era de cuerpo y espíritu enteros. No te extrañaba, te presentía a mi lado.
A la media mañana del sábado, apareció de no sé dónde un sobre cerrado sin estampillas, pero que alguien o el viento o una de las palomas que a diario tocan la puerta con su pico, sin querer hacerlo, dejó el sobre justo entre los barrotes de los hierros negros de la puerta principal de la casa. Oí el golpe, volteé la cabeza y allí estaba. Bajé, abrí y saqué el sobre. Tenía mi nombre de pila al frente, en medio de él. Solo eso, nada más.
No titubeé, sabía que era tu carta, la primera que me enviabas desde el más allá. ¡Claro!, alguien te estaría apoyando. La abrí y leí: "¡Feliz cumpleaños!, mi amor. El primero sin mí. Pero, no me extrañes, estoy y estaré siempre contigo. Hasta que encuentres una nueva alma gemela. Te quiero y te querré siempre".
El sabio refrán
Carlos A. Ponzio de León
Todos los días, su madre le repetía el mismo refrán cuando se aprestaba para salir a jugar: "Apúrate, porque del plato a la boca, se cae la sopa". Él, de cualquier manera, esperaba confiado, sentado con las piernas cruzadas encima de la banca, en su lugar preferido del parque, mirando a las señoras chinas, mientras bebía su refresco de manzana, el cual se había detenido a comprar en el tendajo que le quedaba durante el trayecto.
Las señoras platicaban en otra mesa, a cuatro metros de distancia, sentadas de manera muy propia en sus lugares, llevando cabello corto al cuello, con pantalones largos y blusas que tapaban sus brazos, con colguijes y relojes de muñeca. Tomaban con ambas manos sus vasos para dar un sorbo al té.
A veces aparecía un hombre obeso, mal aliñado, de camiseta blanca y pants negros deportivos, (aunque era evidente que el señor no practicaba ejercicio). El barrigón llevaba lentes que se retiraba del rostro para saludar con una sonrisa amable a las chinas. Luego seguía su camino hasta la mesa donde lo esperaba su esposa, una mujer con cara de renacuajo, de trompas echadas para adelante y lentes pesados, quien pasaba la mayor parte del tiempo mirando su celular.
Al lado de ellos había una pareja de jóvenes esposos quienes colocaban a su hija: una bebé menor a un año, sobre la mesa y la cual, recostada encima de una sábana, chillaba todo el tiempo. Al cuarto para las tres, el joven marido se levantaba de su lugar con la mochila negra en la espalada, sosteniendo en una mano el plástico desechable en el que su mujer le había traído la comida hasta el parque. Tiraba el desperdicio en un bote de basura y continuaba su camino hasta la parada de camiones, ya sin voltear a despedirse de la joven y amada esposa.
Las chinas seguían revoloteando en su mesa, cada una intentando imponer su punto de vista sobre lo que era correcto decir cuando a una, algún caballero la invitaba a comer o cenar, pero ellas deseaban negarse. Una de aquellas era de la opinión de que la cena debe aceptarse y solo debía negársele al caballero hasta la invitación para la segunda salida, si hubiera una subsecuente invitación. Si no la había, ya se había sorteado la dificultad. Otra era de la opinión de que lo mejor era interponer como excusa que el novio no lo permitiría, aunque no se contara con novio alguno; así se evitaba cualquier tipo de insistencia y ruegos. Otra decía que la razón primordial de la cena era el sexo, como todo en esta vida se trataba de sexo, excepto el mismo sexo, (ese se trataba de poder). Así es que había que entrar a la batalla hecha y derecha con la convicción de que al menos un "acostón" se sacaría de la experiencia. La mayor de las cuatro, quien rondaba los cuarenta años, solo escuchaba, sin externar opinión alguna.
El chiquillo que tomaba el refresco esperaba a que llegara la niña que le gustaba. Los lunes aparecía por el parque junto con tres amigas de la misma edad, para jugar al bebe-leche. Él se acercaba al grupito y comenzaba a hacerles plática. Para la pretendida, era muy evidente que ella era la seleccionada y ya estaba muy hecha a la idea de que, un día, le daría la mano al caballerito, e incluso podría plantarle un beso en la mejilla. Pero el jovencito dilataba en expresar sus sentimientos y ella comenzaba a cansarse en la espera.
Ese día: ocurrió el mismo ritual de siempre. Las cuatro niñas llegaron al parque y corrieron a la sección de juegos donde había cemento, dibujaron la rayuela en forma de avioncito, pintaron los números del uno al diez y buscaron entre las piedras, para que cada una seleccionara aquella con la que participaría. Estuvieron listas y comenzaron a brincar.
El jovencito se acercó. "Hola", les dijo él a las cuatro; pero solo la pretensa respondió: "¡Hola!". Una señora china se acercó al grupito. "Ándale, mijito, pregúntale a la niña si quiere ser tu novia". La chiquilla se sonrojó, cruzando de revés sus manos y meciéndose de un lado al otro; dobló un pie y le sonrió al niño. Al jovencito le brotó una lágrima que rodó por la mejilla y se quedó mudo, con dos nudos y medio en la garganta. La niñita se acercó al muchachito y tomándole una mano entre las suyas, le dijo: "No tienes que decir nada si no quieres". El niñito se limpió la lágrima y asintió con la cabeza, haciendo carita de puchero para luego plantarle un beso en la boca a la niñita. Todos en el parque se sonrieron.
« El Porvenir / Alberto Cantú »







