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Bocajarro, estrepitoso

Bocajarro, estrepitoso


Publicación:09-03-2025
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Quiebra una Bolsa. La Deuda Soberana se vuelve impagable

La importancia de llamarse Ernesto

Carlos A. Ponzio de León

    

    Caminábamos sobre Avenida Nuevo León, en la colonia Condesa de hace algunos años. Habíamos tomado un café por ahí cerca. Hablamos sobre planes de negocio para la empresa de ella, un emprendimiento de productos de belleza: cremas para la piel, principalmente. Luego de un par de horas, nos levantamos para caminar rumbo al sur. En el deambular, encontramos un bazar de negocios pequeños. Dimos una vuelta por los pasillos y nos topamos con una marca que vendía productos del giro cosmético. Compramos un par de pomadas de karité. Salimos a la calle. "¿Quieres ir a tomar una copa de vino a mi departamento?", le pregunté a Gala. Para mi sorpresa, aceptó. Llevábamos dos o tres fines de semana saliendo. No habíamos hecho el amor. Era muy atractiva, nueve años menor que yo y muy decidida. Tomamos un taxi que nos dejó kilómetro y medio más adelante, sobre Avenida División del Norte.

    Abrí la puerta del departamento y apareció la pequeña sala: mi piano negro junto a una pared, libreros en otra, ventanales amplios a la derecha y al fondo, la cocina, donde nos sentamos en bancos, el uno frente al otro, con la barra de por medio. 

    Mientras tanto, la muchedumbre enloquecía en el Zócalo, dispuesta a sabotear lo que el Presidente de la República ordenara en ese momento. Pero Gala y yo éramos indiferentes a ello. Nos importábamos, únicamente, el uno al otro... y eso era todo. Las luces cálidas iluminaban el espacio y encendían los humeantes poros de la piel hasta calentar la espina dorsal. Nuestros latidos aceleraron el paso.

    Abrí una botella de Uva Globo y serví en las copas. "Un día te voy a preparar una pasta Alfredo", dijo Gala mirando las hornillas negras: metal brillando frente al crema de la pared, encima de un blanco: virgen que bañaba la estufa. Brindamos con las copas al aire y probamos el vino. Aquello fue dulce como el verano templado de un bosque donde el roble, los arces y los abedules, se vuelven grandes.

    Gala notó un tablero de ajedrez en la mesa del comedor. Se levantó del banco y trajo una pieza. "¿Cómo se llama?", me preguntó, dejándola colgar entre su pulgar y el dedo medio. "Es una Torre", le dije. Hubo un silencio. "Representa a un guardián del castillo del Rey, o al castillo mismo". "¿Es la esposa del Rey?", preguntó ella. "Hay otra pieza que es la Dama del Rey", le dije para continuar: "pero en cierto sentido, la Torre podría ser como la Reina, porque se enroca con él".

    "Lo único que sé sobre este juego es que hay que darle Jaque Mate al Rey", me dijo ella. Asentí. "¿Solo hay dos Reyes?", me preguntó. En este ajedrez, el tradicional, sí", le respondí, "pero existe una versión para cuatro personas en el que el objetivo es darle Jaque Mate a los tres Reyes contrincantes".

    Luego se acercó a los libros. Los recorrió con la mirada, mientras tocaba con una mano los lomos de los tomos. "¿De qué trata esto?", me preguntó sacando un tratado de Econometría. "Son técnicas para medir cuantitativamente las relaciones entre variables. Sirve para predecir los efectos que tendrán ciertas políticas económicas. Todo Presidente debe tener un economista que sepa de ese tema, para no hacer las cosas a lo pendejo", le dije riéndome. Soltó una carcajada.

    "Voy al baño", le comenté.

    Al regresar, encontré a Gala desnuda, encima de un sillón de la sala. "Trae tu cámara", me dijo. Fui por ella. Tomó un sombrero vaquero que colgaba de la pared y comenzó a posar. Cerré las cortinas e inicié los disparos. A los dos minutos, del sillón se movió al banco del piano y se recostó en él. Yo sudaba. Además, hacía tiempo que no operaba mi cámara y de pronto se me trababan los controles. A los pocos minutos comencé a dirigirla. Le pedí que se sentara en el piso de madera.

    Aquello fue el canto del gallo por las mañanas. Los peces navegaban como tiburones. Sobre una ventana se posó una paloma y a unos kilómetros de ahí, en el Zócalo, el tumulto exigía sangre: un sacrificio humano específico: el extranjero sobre la plancha. La raza cósmica deseaba calmar la ira de Dios. Era como si todo lo que había sido escrito sobre este país, México, fuera una completa mentira y finalmente revelado.

    Gala volvió al sillón. "Me tengo que ir", me dijo. "¿Me vas a dejar así?". "Te dejo mis fotos". Comenzó a vestirse. Cuando estuvo lista, le pedí un taxi. Nos despedimos con un beso en la boca. 

    Regresé al departamento a admirar la belleza de Gala en las fotografías.

    Quiebra una Bolsa. La Deuda Soberana se vuelve impagable.

Nadie supo cuándo

Olga de León G.

    Nació y murió en el mismo día que empezó esta historia. Ya no recuerdo con exactitud, cuándo fue. Quizás no lo recuerdo porque la narrativa llegó de muy lejos, pero no por mensaje escrito ni en forma gráfica alguna. Cayó del cielo, sorteando nubes y estrellas entre relámpagos y truenos que fueron desapareciendo entre el silencio y la soledad del viento, sordo y mudo ese día.

Fue una tarde de primavera, o un otoño de octubre, o quizá un amanecer tibio de verano, o una madrugada muy fría y seca del último invierno, cuando todavía de tu cuerpo emanaban algunos silentes arpegios, como si nada importara más que el calor de tu cuerpo aún tibio, sin enfriarse totalmente, a pesar de tu imaginaria desnudez.

Te vi llegar callado, sin más escándalo que tus ropas hechas harapos de tan viejas y usadas por tantos y tantos. Dicen, los que entonces me conocieron, que yo iba vestida de blanco, aunque el negro debía sentarme mejor. Porque rodaba aún el llanto y nada se notaría si se mojaba, como si fuese un meridiano repetido hasta el cansancio: convertido en nota completa del pautado que tú usabas en nombre del silabario y de la línea cortada en versos de octavillas, que se van mudando en cuartetos sin metro ni acento seguro y cantos de versos sin dueños.

  Y fue un hecho insólito y natural su advenimiento, como eso que se conoce de siempre, pero que nadie lo ha nombrado porque lo ven con ojos ciegos que no distinguen lo blanco de lo negro, ni la esplendidez cromática de que está pintada la vida de tales seres, que deslumbran con cada paso que dan, tanto como con las pausas que se imponen en el camino. O, tal vez, es el destino envidioso y celoso quien los persigue para ver si se mueren por sí mismos, o dejan de brillar, porque su luz los abandona.

Ni lo uno ni lo otro sucede, que esos seres no son de materia moldeable: nada los afecta; están hechos de una sola pieza y no saben mirar hacia atrás. 

Se fue tarareando la última pieza que compuso y viendo hacia el horizonte, como si fuese una pizarra enorme; seguía en silencio la letra que le escribió la vida dedicada a su memoria y a esa su historia sin fin y sin comienzo, como suelen ser las historias de los seres etéreos que se ganaron el nombre, innombrable por inalcanzable, de hombre con traje hecho tirones a base de jaloneos del sino y calzado impecablemente blanco, como el alma de un niño.

Yo te vi nacer, yo te transformé en ejemplo, cuando tú quisiste ser tan solo mi alumno... No sé por qué, pero lo fuiste tú y lo fui yo. Mi última máxima, si te interesa tómala, si no, olvida que fue escrita algún día: "Sigue la ruta del camino que la música te muestra y juega los juegos que te impongan retos, no los que son para cualquiera, sino solo aquellos que casi nadie prefiere, por difíciles y, quizás, hasta aburridos. Mas, segura estoy de que no serán así, cuando descubras el meollo de la vida y entiendas que no tienes por qué pretender juntar meridianos con paralelas. Si, en cambio, podrás componer arpegios que aunque parecen tan simples, suenan, ¡a cielo y tierra juntos! 

    Los hombres y mujeres sabios, nadie sabe cuándo nacen ni cuándo mueren; pero, los trasciende su legado: ¡una joya para la humanidad!

¡Que nunca suceda!

Olga de León G.

Cómo quisiera ser luciérnaga 

para alumbrarte en la oscuridad.

Y caminar siempre a tu lado,

sin extraviarme en el trayecto.

Cómo quisiera que tú fueras

mi guía, cuando de mis ojos

ya no salga la luz del día.

... Y, mis pies se tropiecen 

con las piedras del camino.

Cómo quisiera que nunca me olvides.

Mas ruego: yo no me olvide de ti,

cuando de mi propio nombre,

o del tuyo, me acuerde ya.

Hijo, hija, de mi alma y mi corazón,

Si naciste de mí, recuérdame

cuando yo todavía te arrullaba

y te cantaba canciones de cuna,

las que inventaba solo para ti,

    citando el color de tus zapatitos

    y pintando de rosa el vestidito...

O captando tus secretos anhelos:

"... muchos pasteles, nomás para él".

Cuando yo esperaba que eligieras:

Al que "...soñaba con trabajar,

para ayudar, a su pobre mamá".

No me olviden, mi niño ni mi niña, 

en un oscuro rincón de la ciudad.

Ni me callen, ¡cuando hablo por hablar!

...que todavía tengo vida;

    aunque, ya no me asista la razón.

 



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