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El rinoceronte enjaulado

Publicación:11-05-2025
TEMA: #Agora
Camino hacia las estrellas
Olga de León G.
Estamos inmersos en un mundo confuso, un mundo engañoso, que nos muestra la vida como si se tratara de un platillo que hay que degustar dentro del campo de la felicidad, dando muestras de qué tanto sabemos ser felices. Y, yo sigo sin entender, ¿por qué mi felicidad tiene que ser visible para los demás? Soy feliz a mi manera. No tengo que soltar carcajadas o hablar solo en rosa y amarillo y sonreír abiertamente para que los demás vean que sí soy feliz: ¡me parece un modus vivendi tan vano y superfluo!
Este, hoy es un mundo de jóvenes, aunque los adultos mayores ya son tantos que bien pueden equipararse en cantidad con ellos, los jóvenes. La niñez y la adolescencia son solo un par de corchetes que no podemos evadir, y que deben servirnos de antesala a la vida en plenitud, la vida de la juventud eterna: eso es lo que cree la mayoría, esa comunidad un tanto amorfa y últimamente extraña, porque en ella se han integrado no solo los adultos más jóvenes, sino también los viejos que estamos en la etapa de la negación y la negociación para permanecer eternamente jóvenes, luchando con todo lo que se tiene al alcance para disimular el paso del tiempo por nuestro cuerpo y rostro, y parecer diez, quince o veinte años menores a la edad real y verdadera que tenemos. Y me incluyo, más en acto de empatía moral que real, porque -verdaderamente- yo no me engaño: sé quién soy y la edad que tengo y la que represento: casi la misma: uno o dos años más o menos: según los ojos y el cariño de quien me ve... y lo bien dormida de días anteriores o, ¡lo muy desvelada, de toda la vida!
Ayer, tuve un sueño de esos de ojos abiertos y mente despabilada: sueño o recreación de una fantasía. Hoy trataré de ponerlo en esta página, que antes estuviera totalmente en blanco, con la firme determinación de que la mancha en negro supere la belleza del blanco inmaculado, antes de estar recubriendo la página. ¡Ojalá, lo logre! ¡Ay!, esta eterna aspiración del que escribe, ¡cómo duele el parto... y la terquedad por salir avante! Va, pues, mi cuento, ensoñación o fantasía:
En un lejano lugar, oculta por un frondoso bosque y en medio de la nada, había una gran casa, que más parecía un castillo, de no ser por la falta de torres y cúpulas. Era una casa mágica, pues no era vista por cualquiera y siempre lucía como si fuera de día a cualquier hora.
En cierta ocasión, habiéndome enterado de su existencia, quise ir a conocerla, a pesar de saber que no era sencillo el acceso hasta ella, pues estaba restringido por ciertas reglas que hacían cumplir el guardián y el vigilante que siempre estaban al frente, y ellos se reservaban el derecho a dejar entrar o no.
Llegué como en un sueño; y, antes de que en mi mundo amaneciera, ya estaba frente a la hermosa y gran puerta de caoba que vigilaban los dos encargados de abrirla. Me presenté, después de saludarlos, y bien no había terminado de decir quién era yo, cuando el guardián me señaló: ¨Pase usted¨.
Agradecí en silencio, con una inclinación de cabeza y entré. Desde ese momento, todo fue diferente, una sorpresa a cada paso. En ese lugar, vi muchas pequeñas casas, cada una con una palabra en lo alto de sus puertas. Por ejemplo, una decía: "Jóvenes menores de cincuenta"; otra, pintada de amarillo, decía; "la felicidad no es una receta, es una vivencia individual"; una más, tenía al frente solo una palabra: "Sabiduría", requisito para entrar: más de setenta años (cumplía con el requisito). Y la última que vi, tenía toda una frase: "Aquí, no hay solo felicidad; pero hay vida, ¿quieres entrar?: espera a cumplir ochenta años". ¿Cuál piensan que elegí visitar primero? No, no me lo digan, solo piensen.
De pronto, desperté, no sé si de mi letargo o de la engañosa realidad del mundo al que estaba inconscientemente tan habituada, y vi a mi alrededor: todo era tan hermoso: niños sin ver televisión, jugando en los parques; púber y adolescentes sin móviles ni tabletas, resolviendo acertijos y problemas de matemáticas; jóvenes hijos platicando con sus padres; adultos recientes invitando a sus madres a tomar un té con una tajada de pastel. Todo era realmente insólito: ¿Habrían ido también a visitar el castillo, escondido entre el bosque mágico en medio de la Nada?
Seguramente. O, acaso yo aún no he salido. Y, sí, no se equivocan, la primera casa dentro del castillo que elegí visitar fue la última, la de la frase larga: "Aquí, no hay solo felicidad; pero hay vida, ¿quieres entrar?". Así que espero a cumplir ochenta años, para poder entrar... Mientras, sigo en el camino, mirando hacia las estrellas: el mundo futuro.
La espera
Carlos A. Ponzio de León
Secretamente, comencé a coleccionar banners publicitarios. No cualquiera. Mi propia publicidad para internet, de eventos en los que participaba. Podía tratarse de un performance de mi grupo Hostal Mercedes Av., o una conferencia académica sobre Historia Económica, o un concierto de música clásica contemporánea donde se tocaría una pieza mía. Con el banner en la computadora, lo enviaba por correo electrónico a una de esas papelerías enormes cerca del trabajo: Office "algo". Ahí me lo imprimían en tamaño póster. Cuando llegaba al departamento que rentaba, lo colgaba en la pared. Así llené mi egoteca: la pared más grande frente a mi cama. Cuando arribaba, de regreso del trabajo, con la luz del final de la tarde, me encerraba en la recámara para ensayar con el saxo. Ahí mismo me atrapaba la oscuridad de la noche.
Mi recámara contaba con un pequeño balcón desde donde podía verse un altar en la acera de enfrente. Era parte de una casa particular y contenía una imagen escultórica de la Virgen María. Nunca pensé que algún día lo utilizaría para orar, pero así sería.
Cuando llegué por primera vez a aquel departamento, que más bien era una casa que rentábamos entre tres colegas del trabajo, lo primero que busqué fueron bares dónde ir a tomar una cerveza al salir de mis labores, cuando así lo deseara. Encontré dos lugares en el camino a la casa rentada y ninguno de los dos era muy elegante. Más bien, eran sitios acondicionados para el pueblo donde vivíamos.
La casa la rentábamos para dormir de lunes a jueves y estar cerca del trabajo, para no gastar demasiado tiempo en los traslados. El viernes regresaba a mi departamento en la del Valle y allí pasaba el fin de semana. A veces, el mismo viernes visitaba el centro de la ciudad, ligaba en algún lugar propicio para ello y la tarde o noche podía convertirse en un viernes de sexo casual.
Los sábados lo dedicaba al taller con el Cuauh, en el departamento: Tocábamos jazz, tallereabamos textos literarios y compartíamos cualquier otra actividad relacionada con el arte que hubiéramos realizado esa semana: una serie de fotografías, algún guion para cortometraje o una lectura sobre la historia de la música contemporánea o de algún autor literario reconocido.
Los domingos me visitaba Rubencito. Escuchábamos música del i-pod conectado a una bocina Bosé, él cocinaba, hacíamos planes para la siguiente presentación de Hostal Mercedes Av. y nos emborrachábamos hasta las nueve de la noche. El lunes por la mañana había que regresar al trabajo en Santa Fe.
El lunes se repetía el ritual: volvía a dormir en la casa que rentaba con los colegas del trabajo, hasta el jueves por la noche. El viernes era día de soltería, sábado con Cuauh y domingo con Rubencito. Vuelta al trabajo en Santa Fe durante la semana.
El primer año en aquel trabajo fue fantástico. Tenía un equipo de trabajo muy eficiente, un jefe que respetaba mis funciones y yo contaba con los ánimos para desarrollar e implementar ideas sobre competencia en los mercados. Cada mañana llegaba temprano a mi oficina, me encerraba a realizar cinco minutos de escritura libre en una libreta que guardaba en un archivero y al terminar comenzaba el trabajo, puntual, a las nueve de la mañana.
La oficina estaba compuesta por un zoológico de creaturas con muchas limitaciones: profesionales y personales. Pero mi pequeño equipo de trabajo no tenía falla. Entonces llegó un nuevo miembro: un tipo egocéntrico que había estudiado su doctorado en economía en una universidad de primer orden, norteamericana. No se había graduado. Yo di mi voto a favor de él, entre los posibles candidatos a la plaza, para que fuera contratado. Resultó ser un imbécil en términos tanto profesionales como en desarrollo personal. Era un adolescente de treinta y cinco años, que hacía berrinches ridículos para ser en realidad un adulto. Se levantaba de su silla y abandonaba reuniones cuando su punto de vista no era aceptado a la primera. No sé en qué etapa del desarrollo infantil se habrá quedado trabado, pero seguramente el ano no le funcionaba bien. Tiraba sus desperdicios por donde caminaba.
Finalmente renunció y dejó descorazonados a sus admiradores: la parte de la oficina perteneciente, más propiamente, a un zoológico, como a aquel tipo de treinta cuyo mayor sueño era ser mago. (Atorado en aquellas viejas películas infantiles que influyeron su desarrollo personal, a falta de progenitores que encauzaran su vida). Ese fue el comienzo de un declive mortal en la utilidad pública de la Dirección General a la que pertenecía. El jefe perdió el control y comenzó a acosar a sus empleados.
Fue cuando tuve que visitar el altar frente a la casa que rentaba cerca del trabajo.
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