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La madre cariñosa

La madre cariñosa


Publicación:07-09-2025
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El cuento de los duendes

Olga de León G.

Muy pocos sabían cómo se llamaban, desconocían sus nombres de pila, los nombres verdaderos. Y, no obstante, todos en el barrio habían oído hablar de ellos. Eran de esos personajes que se vuelven parte del entorno: eran los Duendes, ni más ni menos que los Duendes. Cuatro jóvenes que habían llegado una tarde de verano y de forma sorpresiva se habían integrado con otros que vivían en ese lugar, a quienes todo el mundo los conocía muy bien, por sus nombres de pila y por sus apellidos, pues también conocían a sus padres.

Pronto, los Duendes formaron con los otros cuatro jóvenes, radicados estos en esa colonia, un grupo musical. Siete de los ocho tocaba algún instrumento que proporcionaban ellos mismos; solo uno no llevaba instrumento, pues, aunque sabía tocar varios de ellos, era el director del grupo, el compositor principal, el arreglista y el editor. Cierto que a algunos de los otros también se les daba lo de la composición, y a veces contribuían en edición y arreglos; pero Juan Pablo era el principal. 

Los Duendes fueron visionarios, se dieron cuenta del liderazgo que en el grupo ejercía Juan Pablo y buscaron hacerse más amigos de él que de los demás. Juan no era nada despistado, de inmediato comprendió las intenciones de los "Extranjeros", como él los llamó desde el principio. Los dejó creer que no se daba cuenta de nada, los dejó avanzar con sus pretensiones de dirigir al grupo, interviniendo en las decisiones que Juan tomaba. Uno de los hermanos vecinos de la casa junto a la de él, la de Juan, también se había percatado de la actitud de los duendes, habló con su amigo y vecino, entre ambos fraguaron un plan para desenmascararlos.

Ningún "Extranjero" ("extraño", les decía Jorge, el vecino) va venir con intrigas que lastimen la integración del grupo que nosotros formamos, mucho antes de que ellos llegaran a la colonia, que quién sabe Dios, de dónde salieron. Todos coincidieron y se pusieron de acuerdo para desaparecer a los Duendes de su grupo musical y de su barrio. 

Esta anécdota, porque eso es, me recuerda que en el mundo existen muchos duendes con pésimas intensiones y malos instintos. Pero, me pregunto, si jovencitos de entre trece a quince años pudieron darse cuenta de "la mala leche" que pretendían derramar los intrusos en su grupo musical: ¿Por qué, los adultos no ven lo que pasa a su alrededor cuando llega gente mala o con malas intenciones a su entorno? Será que ya no ven lo que no les conviene, pues no quieren involucrarse, y solo les preocupan sus cosas, y no las de los vecinos o amigos. El egoísmo ha permeado nuestro entorno, nuestros hogares y a nosotros mismos.

No pasó mucho tiempo para cuando los mismos chicos, amigos y vecinos, entendieran que nunca había llegado nadie nuevo a su barrio. Los duendes nunca existieron. Siempre fueron solo ellos, a veces cuatro, a veces cinco o seis, los que formaban el grupo musical. Tampoco eran perfectos, solo humanos, por eso, a pesar del esfuerzo de sus padres por enseñarles a vivir siempre dentro del bien, con su ejemplo y con los preceptos y consejos que a diario les repetían cada vez que la ocasión se los exigía, porque los vieran titubear ante atracciones banales; pero al fin atracciones, para adolescentes o jóvenes inexpertos. 

Así que más temprano que tarde, desenmarañaron el misterio de los Duendes... Eran ellos mismos, en versión atrevida y de juvenil malicia. Solo buscaban saber, qué se siente tocar otros niveles de vida, entrar en contacto con lo desconocido y aprender a disimular y engañar a otros. Si comenzaban consigo mismos, engañando a su propia conciencia, podrían alcanzar la cima de la inmortalidad con su música.

Nunca se percataron de cuándo desaparecieron de sus vidas los Duendes, las tentaciones y anhelos de gloria e inmortalidad. Quizá solo fueron ilusiones vanas o, tal vez, solo apagaron la mala chispa, que los hizo por un momento olvidarse de su origen y de sus ansias por alcanzar el bien para todos y no ese bien ególatra que los convertía en un simulacro de haber alcanzado el inmortal éxito individual, sobre el "bien común".

Algunos de aquellos jovencitos fueron excelentes profesionales en la ciencia que los apasionó siempre. Otros siguieron su inclinación hacia las Artes y la Música; uno, siguió siendo apasionado de la ciencia y del arte, uno más, se dedicó a ser líder, donde quiera que estuviera. Todos fueron hombres maravillosos para sus familias y su entorno: La educación es la mejor herencia que los padres pueden dejar a sus hijos.

Entretenimiento vergonzoso

Carlos A. Ponzio de León

"¡Preciosa!", exclamó mi padre desde el jardín, mientras yo me encontraba en la azotea de la casa con una amiguita, jugando a las comiditas. Contaba yo con siete u ocho años. El techo estaba rodeado por un barandal para seguridad de los niños que subíamos a jugar ahí. Hacía tres meses que no veía a mi papá. "¡Sube!", le respondí desde arriba. "Voy para allá, hija". 

Hacía tres meses, mi madre lo había echado de la casa, luego de haber descubierto a Rocío, la novia de mi padre, en la cama con él. Eso lo supe muchos años después. No había sido su primera novia, pero sí la primera sorprendida en la cama matrimonial de mis padres. Entonces mamá fue a buscar a Susana, otra novia de mi padre, previa a aquellos tiempos, con quien ya había cortado. Mi madre quería pedirle consejo: deseaba saber qué podía hacer para quitarle lo mujeriego. "Eso no tiene solución", le dijo Susana, para luego continuar: "si quieres un hombre fiel, búscate a otro".

Entonces mamá regreso a casa y le pidió a mi padre que se fuera. Yo no entendía lo que estaba sucediendo. Solo vi a mi padre partir con una maleta y un beso de despedida para mí. Pasaron los días y lo extrañé. Sentía que había un vacío ensordecedor en casa, cada vez que llegaba la noche. Pasaron algunas semanas y hubo una llamada telefónica: era él, quería saludar y saber cómo estábamos yo y mi mamá.

Luego de algunas semanas, vino otra noticia, me la dio mi madre, muy seria: iba a tener una hermanita, pero no era hija de ella, solo de mi padre y una amiga de él. Subí las escaleras hasta la azotea y me senté en una silla, quizás contrariada. Ahí estuve, sentada, viendo el atardecer, hasta que anocheció.

Por eso, aquel día que mi padre vino de regreso a casa y me saludó desde el jardín, mientras jugaba yo con una amiguita en la azotea, algo ya no se sentía igual que antes. Mi padre subió, lo abracé, pero su abrazo ya no fue reconfortante para mí.

Años después siendo yo, ya, una adulta, mi psicóloga me dijo que tal vez aquellas historias de mi padre pudiesen haber contribuido a que desarrollara... o sufriera de ansiedad. O por lo menos, que hubiesen determinado mi desconfianza hacia los hombres. Soy consciente de ello. Me volví una mujer muy independiente, emocionalmente.

Hasta los treinta, he estado a punto de casarme dos o tres veces, pero fueron oportunidades que siempre rechacé. Cortaba a mi pareja cada vez que el momento de una propuesta se acercaba. Nunca lo he lamentado. 

Solo tengo dudas sobre un caso. Se trató de un chico con el que anduve a los veinticinco años. Fuimos novios un año y durante ese tiempo, siempre me hizo pensar en cosas profundas. Se preocupaba por mí, al menos cuando hacíamos el amor. Yo no soy de las mujeres que hablan durante el acto, pero él siempre preguntó cuando terminábamos y se esforzaba.

La primera vez que estuvimos en su departamento, descubrí que tenía muchos libros. Había una pared cubierta como con tres libreros y en su mesa de cama, tenía una lámpara, una libreta y una pluma. Me advirtió que mientras yo estuviera en su departamento podía hacer cualquier cosa que deseara, excepto leer sus libretas. Había como quince en su ropero, las cuales había llenado ya con apuntes. No sé si eran como un diario, para él, pero cargaba con la más reciente para todos lados. A veces realizaba anotaciones en ella, frente a mí.

Sé que las usaba para escribir poemas; aunque pocas veces me los enseñó. Decía que no era escritor; pero le gustaba escribir cuentos. De esos, sí me dejó leer varios, incluso me pidió opinión sobre algunos de ellos. Los publicaba en revistas oscuras que podían editarse en cualquier parte de Latinoamérica.

Un día que hicimos el amor en su departamento, noté que en la mesita junto a la cama había un libro. "¿De qué trata?", le pregunté. "Es un poema, en cuatro partes", me dijo. El autor era un autor británico o norteamericano. Thomas Stearns Eliot. Estudió en Harvard a principios del siglo pasado. Lo sé porque ese libro blanco, en edición bilingüe de Esteban Pujals Gesalí, me lo regaló.

En aquel momento, desnudos y en la cama, me dijo. "tómalo". Leí un encabezado: "East Coker". Se trataba del segundo de los Cuatro Cuartetos. "Lee en voz alta", me dijo. Accedí: "En mi principio está mi fin". Abrazó mi cintura y me dijo: "Esa es la voz de Dios, revelándose a sí mismo". Le di un beso. "De esta manera, abro un sello del poema de Eliot".

 

 



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