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La recóndita inconsciencia

Publicación:08-06-2025
TEMA: #Agora
Un cuento que nunca termina
Olga de León G.
En esos tiempos, cuando transcurrían los primeros años posteriores a la II Guerra Mundial, algunos hombres y mujeres de este lado del Pacífico habían planeado unirse y formar una familia. Comenzaron por contraer nupcias e irse a paso moderado, planificando la llegada de los hijos luego de año y medio o dos años de haberse casado. No muchos lograban cumplir su propia primera regla. Sobre todo, no aquellos que ya habían tenido un noviazgo largo, de más de cuatro o cinco años.
Otros, no llegaban ni siquiera al primer año de vivir juntos bajo las leyes del matrimonio, y se separaban, sin más razón, que una supuesta incompatibilidad de caracteres. Lo cual no era otra cosa que el miedo a las responsabilidades o la violación del pacto de fidelidad que se habían jurado, al contraer nupcias; ambas razones infringidas particularmente por los varones; las mujeres casi siempre han sido mucho más responsables y fieles... No siempre, pero sí en la mayoría de los casos.
Pues bien, resulta que hoy, este cuento sale de una de esas familias formadas por allá de los últimos años de los cuarenta del siglo XX. Y, proviene -particularmente- de uno de los hijos que ahora, de vivir todos, estarían ya en la edad de los adultos mayores, es decir, tendrían más de sesenta o setenta años. Hijos bendecidos con la dicha de llegar a viejos, lo que ninguno de sus padres logró.
Y, este es el cuento. Habiendo crecido dentro de una relación familiar estándar, con buenos de padres y buenos tíos, los jóvenes florecieron en todo su esplendor, y pudieron elegir por sí mismos, lo que deseaban estudiar y en lo que se realizarían en la vida. No tenían sus padres grandes riquezas, pero tampoco sufrían de penurias como las clases económicamente débiles o pobres, quienes sí las padecían.
Cierto día de primavera, en los primeros días del mes de abril, llegó a la ciudad donde esta familia vivía, una caravana de artistas y magos que se dedicaban a entretener y divertir a los que asistían a su espectáculo semanal. Si bien, solo permanecían en una ciudad no más de dos fines de semana; lo que significa que solo dos fines de semana actuaban en la Plaza de Toros, por entonces, el lugar público más grande de la ciudad. Aquel sábado, la madre acudió con sus pequeños, a instancia e insistencia de la muchacha que la ayudaba en casa, para que fueran y llevaran a los dos niños (niña y niño). Llegaron al lugar, apenas a tiempo de que comenzara el espectáculo. Se sentaron en las gradas, en los lugares que habían comprado.
La pequeña Lila no hablaba mucho, porque así era ella, más callada que parlanchina, pero muy observadora, caminaba muy bien y se arreglaba solita, tenía tres meses antes de los cuatro años. El niño, mayor, contaba ya con casi ocho años, los cumpliría dentro de tres semanas. Ambos estaban muy desarrollados mental, física y cognitivamente, para su edad. Aunque el niño era más cauto o tímido, que la niña.
Pasó el tiempo en aquel lugar, la magia permeó el ambiente y pronto toda la gente se contagió del entusiasmo de la fiesta y del espectáculo. Terminó el evento y poco a poco, los lugares se fueron desocupando y solo salieron hasta el final, quienes no quisieron salir a empujones ni pasando por encima de otros.
La madre fue a dejar a la joven que le ayudaba con los quehaceres a su casa, y ella regresó con sus niños a la propia, donde esperaba ya hubiese llegado el esposo y padre de sus niños. Así fue, de modo que el papá la ayudó a bajar, primero, a la niña y luego regresó al auto por la esposa y el niño quien ya venía dormido; eran las nueve de la noche, un poco más tarde de la hora en que los hijos se dormían diariamente.
Una vez que todos estuvieron dentro de la casa, los niños en sus camitas... Los padres fueron a la sala y con una copa de tinto, en mano, se sentaron a platicar, era: un fin de semana como cualquier otro. Y fue el principio de algo nuevo y maravilloso...
Algo diferente sucedió en la Plaza de Toros y en sus niños, ella lo notó. Pero no quiso hablar de ello, pues tenía sus dudas. Todo fue un tanto extraño, sin embargo, los niños captaron el mensaje y lo absorbieron.
Años más tarde, cinco o seis, sabría que otros niños que allí habían estado aquel sábado, también fueron tocados por la magia de la creatividad, el conocimiento de la ciencia y del arte.
Lectura inolvidable
Carlos A. Ponzio de León
El olor a lirios y crisantemos le trajo el recuerdo de Roberto. Una tempestad sinuosa en el horizonte futuro; el capullo de una joven en celo. El temor de una serpiente voladora, la ensoñación, el ciclo de la vida y la llama de la noche. El recuerdo de sus ojos, delineados por sus cejas. Su mirada iracunda, la inflamación del fuego ardiente entre las piernas. La nostalgia, la amarilla nostalgia que le trajo la muerte de Roberto, como siembra marchita en primavera.
Roberto había estado de visita en la casa paterna hacía poco más de un año. Ella llevaba un mes en Monterrey, había viajado para ayudar un poco con la cotidianidad de la vida en el hogar, con el padre enfermo. Roberto insistió en que quería ver al padre de Martha, su amigo de batallas en los juzgados. Tocó a la puerta una tarde, entró en la casa y se dirigió al dormitorio. Ahí estaba el padre de Martha, recostado, sin poder moverse, adormilado, prácticamente sin consciencia. Nadie podría decir si supo que su amigo Roberto había estado de visita en casa. La madre de Martha le acercó una silla y ahí se sentó Roberto, sin hablar, observando a su amigo. Varias lágrimas rodaron por sus mejillas. Inconsolable fin de una historia, se dijo él.
A la media hora, Roberto se despidió. En la puerta, le dijo a Martha que su padre había dejado un negocio a medio camino en el despacho. Esperaban sentencia del juez y que viniera favorable. Tal vez ahí habría un dinero extra. Pero Roberto no volvió a casa de los padres de Martha.
El padre de Martha, por especie de milagro, comenzó a despertar durante el día, hacía algunos intentos por levantarse, sin éxito. Entonces la madre de Martha consiguió que el seguro se hiciera cargo de fisioterapias para su marido. La madre se batía en batallas de un lado al otro, yendo y viniendo por medicamentos, haciendo citas interminables por teléfono, pidiendo ambulancias para los traslados al hospital para que su marido recibiera las inyecciones contra el cáncer.
Y su marido, el padre de Martha, comenzó a caminar de nuevo, se levantaba de la cama, miraba películas en el televisor, salía a la terraza a tomar el sol; conversaba, en silencio, con Dios.
Su amigo Roberto desapareció de la escena. Martha le envió un mensaje y él no contestó. Ella no insistió. Martha y Roberto se habían visto en la Ciudad de México hacía más de un año. Él la había visitado para escucharla tocar como solista en el Palacio de Bellas Artes, en un concierto con la Orquesta Sinfónica Nacional. Hizo el viaje expreso para ello, pero se quedó a dormir en casa de otro amigo. Estuvo en el brindis al final del concierto, con Martha y sus amigos, y al final pidió un carro que lo llevaría a donde pasaría la noche.
¿Y qué había sido de Martha y Roberto en el pasado? ¿Nada más que un lunar en el espacio sideral, un planeta sin nómina ni ingresos, una entidad brutalmente desaparecida? El exterminio del polvo por el fuego, la culminación del azote número 150, la muchedumbre en el horizonte que se dispersa. Brutal tempestad de un amor calcinado, breve e inocente, pero bravo como el sueño que nunca concluye.
Hubo luego un viaje durante Navidad. Martha visitó la casa paterna y aceptó la invitación de Roberto para ir a tomar un café. Hombre de pláticas flácidas, escrupuloso y pausado en el hablar, muy sin pena ni gloria en las tramas. Se esforzaba en lo que sabía hacer: regalar tamales de venado, organizar reuniones de abogados, despepitar la noche entre las sábanas, junto a su propia esposa.
¿De quién era el hijo de Martha? Un joven que se había quedado estudiando en la Ciudad de México, viviendo solo, mientras su madre regresaba a los cuidados de la casa paterna. El muchacho también se llamaba Roberto. Era el único vástago de su padre, quien solo había tenido dos hijas con su mujer.
El departamento donde ahora vivía Roberto chico no era de Martha, en realidad. Estaba a nombre de Roberto, el padre de su hijo y amigo de su padre. Era la manera, pensaba aquel, en que podía controlar la situación. Pero no había nada qué controlar...
Así es que ahora, cuando Martha se había topado con la noticia de la muerte de Roberto, por internet, se le vino un mundo de preguntas por contestar. ¿Sabría, la esposa de Roberto, sobre su hijo y sobre ella, y sobre la propiedad en la Ciudad de México? Al día siguiente recibió un mensaje a su celular: alguien que se identificaba como abogado de Roberto, la invitaba a la lectura del testamento...
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