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La columna vertebral

Publicación:23-03-2025
TEMA: #Agora
Cuando la vida nos sorprende
Olga de León G.
Hace mucho, pero realmente mucho tiempo, que no me encuentro con mis amigos del alma, la hormiguita colorada y el elefantito azul. Y lo mejor del caso, o lo peor, es que no solo no sé a qué se deba, sino que ni siquiera los había extrañado: por lo menos, no conscientemente.
Así que hecha tal confesión, trataré de indagar en mi inconsciente -si acaso puedo- qué es lo que sucede conmigo, y qué ha sido de mis muy queridos amigos. Aunque ya habiéndolos nombrado, confío en que -sabiendo como se dan los sucesos de ficción y fantasía en la escritura creativa- ambos, ya se hayan enterado de mi preocupación por el olvido involuntario en el que los sumergí, cuando mi vida se complicó demasiado.
Aún no siento su presencia, es como si me quisieran castigar por el abandono en que los dejé durante varios meses. Qué sé yo, pero presiento que por aquí deben andar. Todo será cosa de que yo los invoque o de que ellos dobleguen su orgullo y muestren algo de compasión por mi vida reciente. Pero, no se engañen, que no quiero confundirlos: no me gusta la autocomplacencia ni dar lástima a nadie. Solo necesito un poco de cariño y muestras de que también los que amo, me aman y extrañan, como yo a ellos.
En fin, cuánto lloriqueo y el cuento no empieza. O, ¿ya estamos dentro de él?
Metida en un monólogo semejante estaba con mi pensamiento hace un par de días. Era bastante avanzada la noche, ya de madrugada. Intentaba dormirme, cuando escuché que alguien me llamaba. Tardé uno o dos minutos en reaccionar. La habitación estaba a oscuras y yo acostada y tapada hasta el cuello. Reaccioné, incorporándome y sentándome al borde de mi cama; me quedé quieta, esperaba volver a escuchar el llamado, para ubicar de dónde provenía. Silencio... Solo silencio.
Acabé por pensar que había alucinado, que nadie me llamó, En eso estaba, cuando en menos de un minuto alguien volvió a nombrarme, ahora pude percibir que la voz provenía de abajo, del piso, y junto a la cama...
¡Qué sucede, amiga!, exclamó, y aunque parecía no querer preguntar, lo hizo: ¿por qué ya no nos has transformado en personajes de tus cuentos, al elefantito y a mí?, Olga. O, debo decirte maestra como a ti te gusta, ¿para que me tomes en cuenta?
Las mejillas se me incendiaron de rojo, lo supe porque sentí intenso calor en la cara, por la pena de sentirme descubierta... sin que supiera exactamente por qué sentí pena, supongo que me abochorné con las preguntas de la hormiguita.
En esas cavilaciones estaba, cuando oí que tocaban o golpeaban con cierta fuerza contenida, al frente de la casa. Y, me dije -en silencio- eso ya es otra cosa. Entonces, la hormiguita subió -por cubrecama y cobijas- hasta quedar al lado de mi oreja derecha y decirme: no te asustes, debe ser el elefantito que no pudo entrar y se quedó esperándome para que yo le llevara noticias de ti. Seguramente, ya se desesperó. Mejor, vamos a abrirle, o todavía mejor, déjame le aviso que ahorita sales; tú te vistes y te esperamos afuera, para platicar a gusto un rato... al cabo yo por cualquier rendijita de la puerta quepo, y puedo salir y entrar cuantas veces sea necesario.
Tardé diez minutos en asomarme a la puerta principal. Allí me encontré de nuevo con la hormiguita y ahora también con el elefantito azul, quien sentado en el "porche", con sus dos piernas traseras colgando hacia abajo y balanceándolas suavemente, mientras se sostenía con las de delante agarrado a la orilla del porche, movía también un poco la trompa y sus orejas: estaba algo inquieto. En cuanto me vio, giró su trompa hacia mí y me abrazó con ella, acercándome a su cabeza, estando aún sentado en el piso de la entrada a la casa. Como una reacción consecuente, le di un beso en una de sus orejas, mientras a él se le rodaban algunas lágrimas. En ese instante comprendí tantas cosas de la vida... y sin que entre ambos mediara más lenguaje que el amor de amigo, entendí claramente su reclamo: "No vuelvas a abandonarnos tanto tiempo, sin darnos alguna razón del por qué".
La hormiguita subió hasta la oreja izquierda del elefantito y se agarró fuertemente. Yo subí a mi carrito y en silencio, sin cruzar más palabras, nos enfilamos hacia la carretera más cercana. Yo manejaba al lado el elefantito, permitiendo que él fuera por el acotamiento: salimos en busca del bosque donde solíamos acampar antes de la Asamblea general y principal, más importante de cada cinco años.
Tardamos cerca de tres horas de camino en alcanzar a divisar, ese oasis que nos unió y fincó fuertes raíces en nuestros corazones. Ahora no habría Asamblea, tan solo seríamos los tres, para planear qué hacer en pro de la humanidad y para que en todas las comunidades se pudiese erradicar la pobreza, las injusticias y la violencia: rasgos básicos de todos los males del mundo. Ya habrá cuento y aventuras nuevas, en la próxima historia. Por hoy, la vida me ha sorprendido gratamente, con la visita en mi sueño, de mis mejores amigos: la hormiguita colorada y el elefantito azul.
Las cosas ya no eran las mismas
Carlos A. Ponzio de León
Al entrar a casa de mis padres, noté que una fotografía no se encontraba donde siempre: en el ángulo de las escaleras, al subir de la entrada al recibidor. Se trataba de una foto grande, de setenta por cincuenta centímetros, de cuando era yo apenas un bebé de un año. Su lugar lo ocupaba ahora una pintura, precisamente una copia de la fotografía. Ahí estaba la imagen al óleo, pintada con los pinceles de un pintor que mi Padre había contratado para hacer la copia del retrato.
Seguí mi camino hasta llegar al recibidor, crucé frente a un sillón "loveseat" que miraba al televisor. Me dirigí a la sala para dejar mis maletas: venía llegando del aeropuerto, luego de mi viaje desde Boston a Monterrey. Entré a la sala y encontré que las paredes habían cambiado su color café. Ahora eran verdes en diversas tonalidades. Además, había una nueva pintura colgando de la pared: un retrato: mi Madre sosteniéndome en brazos a los seis meses, cubriéndome el cuerpo con una toalla blanca, luego de bañarme: una imagen del día de su cumpleaños. La pintura había sido pintada a partir de una foto que mi Padre nos tomó mientras mi Madre me cargaba frente al espejo. El pintor había tenido el cuidado de pintar de color verde los ojos de mi Madre, como lo eran.
Miré el librero en la sala y algo más se veía distinto: Había otra fotografía en blanco y negro de cinco hombres frente a un avión. Mi padre me explicó que eran los empresarios más importantes de Monterrey. Se trataba de una imagen tomada quizás en la década de 1960 o de 1970, probablemente en el aeropuerto para aviones privados de la ciudad, de aquel entonces. Muchos años más tarde, sabría yo que uno de esos hombres era descendencia directa de María, la madre de Jesús de Nazareth. Una familia llegada a México hacía muchos años. Originalmente judíos, y en algún momento conversos al catolicismo, y prominentes por su posición económica en el país. Había ya, para entonces, cosas distintas en la casa paterna.
La muchedumbre rompía olas y se escabullía entre resorteras de plástico; alumbraba el paraíso.
Seguí hasta la cocina, donde encontré a mi Madre con el desayuno casi listo. Era la primera vez, luego de un año de ausencia, que pisaba la casa de mis padres. Había terminado mi primer año de Doctorado en Harvard. Un año en el que había tenido que regresar en condiciones no óptimas, al menos para mí, aunque sí para Dios: había sufrido un evento psicótico. Aquello representó para mí, un abandono. El sueño de hacer un Doctorado parecía que se me había esfumado. Pero eran solo los engaños del Señor. En realidad, aquello era el comienzo de dos meses de vacaciones durante el verano de 1999 en Monterrey.
Lo primero que hice durante mi estancia en la ciudad natal fue comprar una Biblia. Mis visiones psicóticas en Boston habían sido religiosas: no hay necesidad de cubrir los detalles aquí: ya han sido descritas en otro lado: el terror de un ataque terrorista que vi por adelantado. Un aviso a la comunidad viviente, la desgarradora guerra del momento, lo antropomórfica situación del cielo a punto de caerse.
A las pocas semanas, escribí por correo electrónico a la Universidad. Me enteré de que el Departamento de Economía de Harvard aún me esperaba de regreso. Había dejado pendientes los exámenes anuales. A pesar de la reticencia de mi Padre: regresé. Y allá, los Consejeros harían valer su poder. La escaramuza se había acabado, por lo pronto. Yo no sabía, no imaginaba que sería solo una paz temporal, porque a Dios le gusta lo sublime, la mezcla de terror y asombro que Él provoca en el hombre.
Regresé a Boston y al siguiente verano, volví a pasar las vacaciones en Monterrey. Tenía nueva novia: una regiomontana atractiva viviendo en Boston, a quien le gustaba escribir narrativa y se le daba con esplendor el Haiku. (Aún no despertaba en mí el poder que el cielo me otorgaría para volar alto). Me reencontré con primos, hicimos carne asada en casa de una de ellas, descubrí que en la radio se escuchaba la canción "Mesías" de Ricardo Arjona, con coincidencias demiúrgicas sospechosas, pero que en aquel entonces no podía aclarar, ni entender.
Yo hacía favores cada vez que podía. Daba regalos ocasionales, como fotografías que le tomaba a mis conocidos y que luego ellos atesoraban. La vida me sonreía y era generosa, porque: "¡Creyentes! Dad limosna de lo que hemos proveído antes de que venga un día en que no sirvan ni comercio ni amistad ni intercesión". (Corán 2:254). Dios todo lo ve, todo lo sabe.
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